La conjura woke

En boca de la derecha, el anglicismo se ha convertido en un concepto de extraordinaria plasticidad que permite desacreditar a la izquierda en su conjunto, presentando el elitismo y el clasismo de las fuerzas conservadoras como “lo sensato” frente a los desvaríos de los “progres”. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, lo problemático es que la izquierda, sobre todo en su versión posmoderna, presta el flanco a ese escarnio. Con el siglo XX, se desvanecieron las grandes utopías de emancipación social. La lucha de clases se esfumó en el imaginario de los movimientos contestatarios surgidos bajo la globalización neoliberal. Y, paso a paso, la ilusión performativa de la realidad fue desplazando al combate por transformarla. Llegó el imperio de lo políticamente correcto. Hoy, se intenta cancelar la historia en lugar de aprender de ella; se reescriben libros para adaptarlos al lenguaje de nuestros días… Como en el Génesis, el Verbo adquiere una fuerza inconmensurable. Así, por ejemplo, la discapacidad física es designada como “diversidad funcional” – algo que más bien desdibuja aquello que debería preocupar a una izquierda seria: desplegar las políticas necesarias para que las personas aquejadas por tales limitaciones puedan acceder efectivamente a los mismos servicios y calidad de vida que el resto de la ciudadanía. Son las carencias sociales y urbanas, los olvidos de sus necesidades específicas, lo que realmente ofende y excluye a las personas minusválidas, no la supuesta crudeza de un lenguaje que llama a las cosas por su nombre. Pero la izquierda woke vive embobada en la celebración de la diversidad, cuando lo realmente acuciante es la consecución de una mayor igualdad. Y, por ese camino, desconecta con el sentir de las clases trabajadoras y populares. Las duras condiciones materiales de su existencia poco tienen que ver con la impotente rebeldía semántica de los campus americanos.

Ya sería hora de ir despertando de la tontería. La vida está mandando muy serios avisos. Todo el mundo se ha echado las manos a la cabeza tras el abrumador rechazo del pueblo chileno al proyecto constitucional sometido a referéndum. Una parte de la izquierda ha reaccionado insinuando que la gente ha votado mal, que ha habido un problema de comunicación. Lo que viene a significar que la población ha sido incapaz de apreciar las bondades que se le ofrecían. No es este el lugar para analizar un acontecimiento tan complejo como éste, ni yo me considero lo bastante documentado y conocedor de la realidad chilena como para aventurarme a emitir opiniones al respecto. No obstante, cabe razonablemente sospechar que las performances que puntuaron los trabajos de la Constituyente no contribuyeron a asentar una imagen de solvencia. ¿Acaso cabía esperar que la derecha y su aparato mediático no sacasen provecho de ello? Ignoro también qué impacto tuvo en la opinión pública – sobre todo entre la población femenina – el farragoso lenguaje queer que salpicaba el conjunto del texto y que fue objeto de severas críticas por parte de destacadas representantes del feminismo internacional, alarmadas por la constitucionalización del borrado de las mujeres. En cualquier caso, cuesta imaginar que, en un país maltrecho por hondas injusticias y graves cotas de violencia machista, el llamamiento a “todes” haya hecho vibrar de entusiasmo el corazón de las clases populares. La mitad de la población chilena, que representan las mujeres, vive sometida a una opresión estructural en razón de su sexo, una opresión específica que no es soluble en ninguna disidencia de género. Dicen que no hay mal que por bien no venga. ¡Ojalá! Así sería de este fracaso si, con humildad y rigor intelectual, fuésemos capaces de aprender de él. El presidente Gabriel Boric, remodelando con prontitud su gobierno, parece inscribirse en la línea de esa necesaria reflexión. 

Pero, en España, a tenor de las noticias que nos llegan del Congreso de los Diputados, parece que lo que ocurre allende los mares – e incluso en entornos más cercanos – no nos interpela. He aquí que el gobierno ha solicitado – y acaba de obtener por parte de la Mesa del Congreso – la tramitación de la polémica “Ley trans”con carácter de urgencia. Lo digo desde la solidaridad y el apoyo a un gobierno progresista cuyo desempeño ha sido encomiable en muchos ámbitos: se trata de una grave equivocación que puede acabar costando muy cara a la izquierda. Nada justifica la tramitación de ese proyecto de ley por vía de urgencia. Nada… confesable. En efecto. Los artículos 93 y 94 del Reglamento del Congreso prevén que, a petición del gobierno, de dos grupos parlamentarios o de una quinta parte de la cámara, un texto se acoja a ese procedimiento. Lo que supone que “los plazos tendrán una duración de la mitad de los establecidos con carácter ordinario”. Esa tramitación abreviada tiene todo su sentido en determinadas circunstancias, cuando la premura del objeto a tratar aconseja ajustar al máximo las formalidades parlamentarias. (Formalidades que, recordémoslo, lejos de ser un antojo administrativo, condensan la quintaesencia del garantismo democrático).  Es el caso de la tramitación como proyecto de ley de un decreto gubernamental, adoptado por el ejecutivo para atender a una situación que no admite demora, pero cuyo calado requiere una toma en consideración y una validación – o no – del mismo por parte del Congreso. En el fondo, el Reglamento viene a ser la codificación del sentido común democrático. Todos los parlamentos de nuestro entorno contemplan disposiciones similares. 

En realidad, la única razón que explica la voluntad de imponer un trámite abreviado de la “Ley trans” es evitar que sea tratada con el rigor crítico que un proyecto de tal enjundia requiere. Un debate que reclama, de manera vehemente y cargado de razones, buena parte del movimiento feminista. Ese proyecto echa el cierre a todo un entramado legislativo y reglamentario de ámbito autonómico que ha ido implementándose sin verdadero debate social y cuyas consecuencias empiezan a ser visibles. En materia de coeducación y de salud de niños y adolescentes, en la medida que la desconsideración del sexo biológico en favor de su percepción subjetiva alienta todos los prejuicios sexistas y propicia las disforias de inicio rápido – con especial afectación en las niñas – durante las fases más turbulentas y angustiosa de su maduración. Por lo que respecta a los derechos de las mujeres, cuyo empeño en la conquista de la igualdad pasa por la lucha contra esas pautas de género, cuya función consiste precisamente en subordinarlas a los designios de los varones. En lo concerniente a los derechos de gais y lesbianas, pues su orientación se basa en la atracción hacia personas del mismo sexo, y no hacia una caricatura fetichista del mismo. Cada vez más profesionales, educadores, psicólogos, médicos… alertan de los riesgos de legislar en contra de las evidencias científicas. Los países que han adoptado leyes similares están reconsiderándolas – prohibiendo los tratamientos hormonales a menores – o se enfrentan a auténticos escándalos médicos. Como la clínica Tavistock de Inglaterra, hoy cerrada y objeto de demanda judicial por parte de un millar de familias cuyas hijas e hijos fueron inducidos, sin diagnóstico adecuado de sus malestares, a un tratamiento de “reasignación”, en gran medida experimental, de graves e irreversibles consecuencias para su salud. En una palabra: cuando todo aconseja prudencia, ponderación, estudio en profundidad, atención a la voz de los expertos y a las experiencias de otros países… el gobierno opta por la temeridad y la imposición.

Comparemos lo comparable. Hace cinco años por estas fechas, se vivió en el Parlament una auténtica cacicada por parte de la mayoría independentista. Invocando un apartado del reglamento concebido para resolver con agilidad cuestiones menores y consensuadas, introdujo ni más ni menos que unos presuntos proyectos de ley que abolían el ordenamiento jurídico vigente y llevaban a la secesión de Cataluña. Por supuesto, no estamos hablamos de una barbaridad similar por lo que respecta a la Mesa del Congreso. Pero el recurso al trámite de urgencia es manifiestamente abusivo y no tiene otra pretensión que la de cortocircuitar un debate imprescindible. En ese sentido, tanto por la forma como por el fondo, conculca – o, cuando menos, constriñe gravemente – el derecho de la ciudadanía a conocer un proyecto legislativo que afectará a la vida de sus familias, así como limita el derecho de sus legítimos representantes a incidir en la confección de la ley. No es una banalidad, ni una decisión inocua. Duele decirlo, pero esta maniobra erosiona la democracia representativa y agrava la ya muy deteriorada credibilidad de las instituciones.

No somos ingenuos y entendemos el trasfondo de semejante proceder. Podemos ha hecho bandera del transgenerismo. Esta ley se ha convertido en fetiche y razón de ser del Ministerio de Igualdad. Toda coalición, es cierto, impone renuncias y compromisos. Dentro del propio PSOE hay todo un lobby que vende el discurso queer como una extensión de los derechos LGTBI. Pero buscar la paz en el ejecutivo a costa de la calidad democrática y del feminismo se revelará como un pésimo negocio para la izquierda. Aquí sí que cabe hablar de identidad, de los valores y principios que definen la naturaleza de las fuerzas progresistas. En momentos difíciles como los actuales, en los que apenas hay margen para implementar reformas de cierto calado, la izquierda alternativa está constantemente tentada de delimitarse de la socialdemocracia recurriendo a la radicalidad verbal… o abrazando modas ideológicas que resultan de la exacerbación del individualismo en nuestras sociedades y de la frivolidad intelectual de la pequeña burguesía. Pero en algún momento habrá que desbaratar la conjura woke. Si no queremos que la derecha – o acaso la extrema derecha – encarnen la sensatez ante la mirada desencantada de nuestra propia gente.

Lluís Rabell

8/09/2022

3 Comments

  1. Excelente artículo, como es habitual. Solo quiero incidir en el curioso cambio que veo, últimamente más a menudo, de LGBTI por LGTBI. Quizás peco de ordenado, pero creo que el anterior tenía más sentido al mantener LGB juntos como orientación sexual sin poner a la T en medio y que nos permitía afirmar, sin temor a equivocarnos demasiado, que todo lo que queda a la derecha de LGB son heterosexuales.

    M'agrada

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