
Si, en general, resulta azaroso hacer predicciones políticas, pronosticar el resultado de las próximas elecciones catalanas se antoja una auténtica temeridad. ¿Cómo se combinarán las grandes tendencias de fondo que sacuden al conjunto de las sociedades occidentales con los impactos concretos de la pandemia y los más recientes acontecimientos políticos?
La primera incógnita que plantean esos comicios es la de la participación. Las elecciones de diciembre de 2017 se celebraron en un clima de fuerte tensión emocional: el independentismo se sentía herido tras su choque fallido con el Estado… y la otra parte de la sociedad catalana se sentía irritada ante aquella aventura. Las urnas se llenaron de votos y sentimientos contrapuestos. Han transcurrido tres años. Hay otro gobierno en Madrid, progresista y de talante dialogante, que acaba de sacar adelante unos presupuestos beneficiosos para Catalunya. Por otro lado, el govern de la Generalitat saliente no puede presentar más que un balance de disputas inmisericordes por la hegemonía del mundo independentista y una gestión caótica en los momentos críticos. Sin embargo, los líderes del procés siguen en la cárcel y el Tribunal Supremo acaba de revocar los beneficios acordados por la administración penitenciaria catalana. El principio de realidad, las urgencias económicas y sociales, empujarían sin duda hacia el pragmatismo. No obstante, cabe preguntarse hasta qué punto prevalecerá en una parte del electorado la adhesión sentimental al desvaído anhelo de la República o el apego a una identidad por encima de cualquier otra consideración. En ese terreno se dirime la disputa entre Junqueras y Puigdemont. ERC ha votado favorablemente los PGE… pero le castañetean los dientes cuando la derecha nacionalista denuncia semejante colaboración con los “carceleros” españoles. En realidad, ni unos ni otros tienen en mente ninguna hoja de ruta hacia la independencia. El enfrentamiento es por cuotas de un poder autonómico… cuyos recursos dependen de los PGE y de la llegada de los fondos europeos, vinculada precisamente a la aprobación de tales presupuestos. Eso lo saben en Barcelona y en Waterloo. Pero la guerra es la guerra. Y el llamado a la emotividad de las clases medias sigue siendo poderoso. Sobre todo en un contexto donde subsisten tantas incertidumbres y en un clima tensionado por las derechas españolas.
¿Y entre las clases populares? El temor que suscitaron “los hechos de octubre” se ha desvanecido. Eso podría traducirse en una cierta desmovilización electoral. Ciudadanos se benefició de esos temores y del enfado de esa mitad de Catalunya que se sintió despreciada y vilipendiada por el independentismo. Pero C’s no ha sabido qué hacer de su victoria electoral. Es imposible mantener indefinidamente un caudal de votos con el simple discurso de “leña al mono”. En 2017, una porción significativa del voto socialista fue absorbida por el partido naranja. Una parte volverá sin duda al PSC. Pero, si en la superficie la tensión ha disminuido, las heridas abiertas a lo largo de la última década son profundas y siguen supurando. Todas las encuestas vaticinan una cierta recuperación del PP, que se beneficiaría de la caída de C’s. Y todas las encuestas apuntan a una irrupción de Vox en el Parlament. Más allá de la fuerza numérica con que llegase a hacerlo, ése sería un dato muy relevante y podría convertirse en un factor de primer orden en la polarización política. Como lógica consecuencia de su propia radicalización, JxCat ha empezado estos días un flirteo con grupos independentistas abiertamente xenófobos. La relación es aún tímida y vergonzante. Pero los primeros tanteos están ahí, dando fe de una deriva imparable. La próxima legislatura podría ver su agenda fuertemente condicionada por la tensión permanente entre una extrema derecha con boina y otra con barretina.
La hipótesis de semejante pesadilla interpela sobre todo a la izquierda. El éxito – o el fracaso – de Vox se cifrará en su capacidad para federar miedos difusos, prejuicios, agravios y descontentos sociales diversos, dándoles una voz mediante un discurso virulento y desafiante.
El populismo no ha dicho su última palabra, a pesar de la derrota de su principal icono mundial en las recientes elecciones presidenciales americanas. Puede ser aleccionador para nosotros considerar algunas de sus aparentes paradojas, así como reflexionar acerca del potencial desestabilizador del populismo. Es éste un fenómeno que surge de las entrañas de las democracias, en crisis de legitimidad, y exalta algunos rasgos de las mismas hasta hacer de ellos un absoluto – el plebiscito como expresión suprema de la voluntad popular, la potestad irrestricta de las mayorías… -, dinamitando así los equilibrios de poderes y los contrapesos institucionales que sustentan la propia democracia y hacen posible la convivencia. La victoria de Biden ha sido lo bastante nítida en cuanto al número de votos como para que los recursos impugnatorios de Trump tuviesen pocas posibilidades de prosperar. Pero, ¿y si el resultado hubiese sido tan ajustado como en las elecciones presidenciales de 2000, cuando la victoria se decantó a favor de George Bush en el disputado recuento de Florida? ¿Habría aceptado Trump un fallo desfavorable, como lo hizo entonces Al Gore, inclinándose ante el candidato republicano? El juez conservador Brian Hagerdorn, ponente del fallo del Tribunal Supremo de Wisconsin que desestimaba las alegaciones de los abogados de Trump, señalaba lúcidamente: “La aquiescencia judicial a tales súplicas, construidas sobre una base tan endeble, haría un daño imborrable a todas las elecciones futuras. Una vez que se abre la puerta a la invalidación de los resultados electorales, sería terriblemente difícil cerrarla de nuevo. Es un camino peligroso el que se nos pide recorrer”. Esta vez ha habido suerte. Pero, ¿cuánto tardará en ocurrir que un gobierno, derrotado en las urnas, rehúse ceder el poder y apele a la expresión directa – y más o menos violenta – de la voluntad del pueblo? Aunque condenada judicialmente al fracaso, la campaña de impugnación de Trump no tiene nada de ridículo: pretende grabar el estigma de la ilegitimidad en la frente del nuevo presidente, no sólo socavando su autoridad, sino instalando en la sociedad americana la idea de una justa sublevación contra el usurpador. Quizás en una ocasión más propicia. En el vagón de cola del tren populista pueden acabar viajando las milicias.
Es la misma lógica que ha desplegado la derecha española contra el gobierno de Pedro Sánchez desde el momento de su investidura. Y ya se sabe: contra la tiranía de un gobierno ilegítimo vale todo. Incluidas las bravuconadas golpistas de la extrema derecha. No es de extrañar que Díaz Ayuso, la más trumpiana de cuantas figuras tiene el PP, se identifique con los exabruptos de los viejos espadones.
Pero el problema no consiste sólo en el hecho de que el populismo vaya sembrando campos de minas en el seno de las democracias, sino en que las causas materiales, económicas, sociales y culturales que han propiciado el surgimiento de ese fenómeno siguen ahí, latentes, susceptibles de inflamarse con los impactos de la crisis que deja tras de sí la pandemia. No hay que olvidar que Trump ha cosechado diez millones de votos más que en las elecciones que le llevaron a la presidencia. Y que no sólo ha conservado su influencia en la América rural y entre la clase obrera blanca del “cinturón del óxido”, sino que – para sorpresa de la izquierda – ha mejorado notablemente sus resultados entre la población negra y latina. “Los dirigentes de izquierda – escribe Murtaza Hussain en Le Monde Diplomatique – utilizan con frecuencia la acusación de racismo como recurso retórico para erigirse en los únicos verdaderos amigos de las minorías raciales (…) Pero, entre las categorías populares de todos los orígenes, gana terreno el hartazgo de un personal político incapaz de frenar la degradación de sus condiciones de vida y sospechoso de mirarles por encima del hombro – un estereotipo que los medios de comunicación de la extrema derecha se afanan por exacerbar. Para muchos, la satisfacción de ver a esa casta lanzar gritos de terror constituye una razón suficiente para votar por el primer aguafiestas que pase por ahí, por muy desmadrado que ande”.
Puede que no tardemos en constatar que semejante comportamiento no constituye en absoluto una anomalía americana. ¡Atención a lo que puede ocurrir el 14-F! Para cerrar el paso a la extrema derecha y a la polarización que pretende avivar en la vida política y en la propia sociedad, no le bastará a la izquierda con plantear la necesidad de pasar página de los años perdidos con el procés. Ni con oponer la necesidad de un buen gobierno al desbarajuste del independentismo o la cultura federal de la cooperación a la deslealtad institucional. Y tampoco bastará con denunciar retóricamente el machismo de Vox. (En ese terreno, dicho sea de paso, la izquierda haría bien en recuperar la tradición feminista y alejarse del transgenerismo en boga, antes de que la extrema derecha ataque de frente conquistas tan valiosas como la coeducación, que la frivolidad de la progresía está minando). La pobreza está haciendo mella entre la población más vulnerable y precarizada. El escudo social del gobierno de izquierdas tiene aún muchos agujeros, sus mecanismos son lentos. La irritación de los barrios puede hacerse sentir mucho antes que los efectos benéficos de unos presupuestos expansivos, destinados a recoser el Estado del Bienestar y reactivar la economía. Las medidas de transición ecológica en cuanto a movilidad, industria, consumo o cambio del modelo energético, deben implementarse sobre sólidos raíles sociales, so pena de ser percibidas como un lujo sólo al alcance de las clases acomodadas. La izquierda, en una palabra, no puede sermonear a los humildes desde una pretendida superioridad moral. Muy al contrario, tiene que organizarlos. Ahí reside el desafío de los tiempos convulsos que se avecinan. Si la izquierda no lo asume, cuando abra los ojos, el populismo seguirá ahí, amenazante, en medio de la habitación.
Lluís Rabell
7/12/2020