Raramente se habían cernido tantas incógnitas sobre nuestro futuro como las que se acumulan acerca de los impactos de la pandemia en todos los órdenes de la vida económica y social. La incertidumbre resulta agobiante y quisiéramos saber qué mañana nos espera. No es sorprendente que proliferen proyecciones basadas en cálculos más o menos azarosos. Las variables son tantas y tan estrechamente relacionadas que no hay algoritmo capaz de encajarlas. Basta con ver cuán anchas – y sujetas a constante revisión – son las “horquillas” en que se mueven las previsiones del FMI, el BCE o los bancos centrales acerca de la caída del PIB, el incremento del desempleo o las afectaciones en tal o cual sector económico. Sin embargo, como contrapunto a estas imágenes borrosas, suenan voces que, con sorprendente aplomo, nos explican cómo será “el día después”. Hay profecías para todos los gustos: optimistas y apocalípticas; vaticinios confiados en la bondad del alma humana… y campanas doblando por el destino de nuestra especie.
La mayoría de esas previsiones se basan en una parte de la realidad; pero ignoran o subestiman otros rasgos de la misma. Que se me permita en este punto reivindicar el marxismo. Hoy en día es difícil encontrar un académico al uso que no comience su perorata sobre la situación señalando su aversión hacia este pensamiento, supuestamente “determinista”. Pero, en realidad, es todo lo contrario. El marxismo no es un arte adivinatorio. Sus pronósticos, basados en el análisis de la lucha de clases, son siempre alternativos: “o bien… o bien”. La crítica materialista desvela las grandes tendencias o los intereses sociales en liza; pero no puede prever la concatenación de los acontecimientos, ni el desenlace de los conflictos. La Historia está hecha de encrucijadas y el futuro en permanente disputa. Sólo la lucha zanja entre los distintos posibles. La izquierda debería tenerlo muy presente ante los desafíos que se avecinan.
Ciertamente, la pandemia ha puesto al desnudo todas las contradicciones y debilidades de la globalización neoliberal. Pero eso no quiere decir que esta crisis vaya a dar paso a un orden mundial más justo y racional. El desarrollo de las potencialidades productivas, técnicas y culturales de la humanidad hace tiempo que ha alcanzado un punto que posibilita y exige una gobernanza cooperativa y supranacional. Pero, bajo el régimen de la propiedad privada capitalista, esa tendencia histórica ha abierto en el mundo entero un surco de enormes desigualdades sociales y desastres medioambientales. La globalización ha conferido un poder inmenso a las corporaciones industriales y financieras; un poder que ningún organismo democrático ha llegado aún a embridar. Pero, por esa misma razón, al tiempo que desbordaba el marco de los Estados y achicaba sus soberanías, el capitalismo no ha logrado zafarse de sus raíces nacionales. (Del mismo modo que tampoco ha logrado emanciparse del trabajo, fuente última de la generación de toda riqueza). El colapso del desorden global anuncia una fase de fricciones y conflictos agudos entre las distintas potencias por los liderazgos mundiales y regionales. Basta con observar las dificultades que atenazan a la propia UE. Una perspectiva racional aconsejaría mancomunar esfuerzos, evitando que los países del Sur cayesen en una depresión – al cabo, negativa para toda Europa. Sin embargo, la resistencia de las élites de los países ricos del Norte, cabalgando los prejuicios y temores que ellas mismas han insuflado en las clases medias, está siendo muy tenaz. La situación encierra la posibilidad de un salto adelante federal del proyecto europeo… o de su implosión por causa de mezquindad nacional. Sin excluir la eventualidad de “soluciones” híbridas e inestables. En cualquier caso, ninguna salida progresista caerá “por su propio peso”.
El fracaso del capitalismo como fuerza motriz del avance de la humanidad apunta hacia el socialismo… pero pone a la orden del día también la amenaza concreta de la barbarie. Nada está predestinado, ni existen desarrollos lineales. La Historia abunda en ejemplos de largos períodos de decadencia y regresión de la civilización. Y, por lo que respecta al combate emancipador del movimiento obrero, “hemos vivido más crepúsculos de derrota que auroras de victoria”, recordaba el filósofo marxista Daniel Bensaïd. La brusca caída de la demanda mundial, por poner un ejemplo, está llevando al borde de la ruina a las grandes petroleras norteamericanas, que se ahogan literalmente en sus stocks de crudo. ¿Podía alguien imaginar, hace apenas unas semanas, semejante justicia poética? ¿Cabe mayor confirmación de la crítica ecologista? Sin embargo, la consecuencia de la quiebra de esas corporaciones, si acabase produciéndose, no sería el tránsito espontáneo a una economía verde, sino una exacerbación de la lucha de clases en Estados Unidos. Las compañías están muy endeudadas, sus avatares pueden provocar desastres bursátiles… y éstos desembocar a su vez en una cascada de quiebras de empresas, añadiéndose a las que han llevado ya millones de trabajadores al paro. En medio de la desazón social, surgirán alternativas por la izquierda; pero también brotes más o menos violentos de reacción populista – como lo han dejado entrever algunas protestas, incluso armadas, contra el confinamiento, alentadas desde la propia Casa Blanca. En los años treinta, el New Deal de Roosvelt no se impuso sobre la amenaza del emergente fascismo americano gracias a la persuasiva coherencia keynesiana, sino merced al ascenso del sindicalismo combativo de la AFL-CIO.
La crisis liberará inmensas energías sociales. Pero está por decidir qué perspectiva será capaz de canalizarlas. La idea de un Pacto de reconstrucción, lanzada por el gobierno de Pedro Sánchez, ha tenido buena aceptación por parte de la ciudadanía. Pero, ¿llegará a materializarse? ¿Con qué contenido? Los sindicatos piensan en un replanteamiento del modelo productivo que lo haga justo y sostenible. La derecha piensa en volver a las andadas – por no decir que sueña con un fracaso duradero de la izquierda. En medio del confinamiento, han brotado redes de solidaridad, se ha redescubierto el valor de los servicios públicos y del propio trabajo. Todo eso es muy prometedor. No obstante, si ese potencial no se organiza, si un proyecto político no lo vertebra, puede dispersarse o sucumbir en el desolado paisaje, propicio a la desesperación y la ira, que nos dejará el paso de la epidemia. La experiencia de estas semanas debería, indica el sentido común, atenuar los conflictos territoriales y favorecer un espíritu de cooperación. Desde la derecha nacionalista, sin embargo, es justamente todo lo contrario lo que se promueve: “Una Catalunya independiente no hubiese registrado tantos fallecimientos”. Vamos, que “España nos mata”. Que la izquierda no se confíe. La razón sólo triunfará si las clases populares la levantan a pulso. Los nigromantes invocan ya a los muertos para cerrarle el paso.
Lluís Rabell
21/04/2020