¿Los jueces contra el pueblo?

              La reciente condena de Marine Le Pen por desviación de fondos del Parlamento europeo – que la haría inelegible durante cinco años, apartándola así de la cerrera presidencial -, ha suscitado una enorme controversia en Francia. Una controversia que pone de relieve uno de los mayores problemas de la democracia liberal en estos momentos: su tergiversación populista a través de la impugnación de la legitimidad de la justicia. Según la lideresa de la extrema derecha, estaríamos ante “un acto de tiranía de los jueces”, en la medida que éstos interferirían “en la manera en que los cargos electos ejercen su mandato”. Desviando la atención sobre lo fundamentado y riguroso de la sentencia – y más allá incluso de quienes reclaman a los magistrados que juzguen atendiendo, no sólo a los hechos examinados, sino a las eventuales consecuencias sociales o políticas que pudieran derivarse de sus resoluciones -, la reacción del Rassemblement National plantea un choque de legitimidades entre la elección popular y quienes deben velar por el funcionamiento del Estado de Derecho. Es el mismo conflicto que tiene abierto Donald Trump con los jueces federales que cuestionan la legalidad constitucional de alguno de sus decretos. O el que enfrenta a Benjamín Netanyahu con el Tribunal Supremo de Israel. Urge una clarificación al respecto, tanto más cuanto que determinados sectores de la izquierda radical han acabado bebiendo de una visión populista que, si bien por motivaciones distintas a las de la extrema derecha, les lleva a sumarse a una campaña de erosión del Estado de Derecho… sin el cual, sencillamente, no hay democracia.

              Refiriéndose al juicio contra Marine Le Pen, el historiador y filósofo Pierre Rosanvallon, profesor emérito del Colegio de Francia, reflexionaba acerca de esta cuestión en una reciente entrevista concedida al diario “Le Monde” (12/04/2025). Y lo hacía en estos términos: “El debate sobre las consecuencias del juicio ha substituido al análisis de sus fundamentos. Este desplazamiento tiene una explicación ‘táctica’ – es una maniobra de distracción -, pero se nutre de una visión de la democracia que conviene discutir a fondo. Marine Le Pen ha acuñado para la ocasión un concepto, el “Estado de democracia”, oponiéndolo a la noción del Estado de Derecho. (…) El problema de fondo reside, efectivamente, en el análisis de las legitimidades respectivas del juez y del cargo electo. Por supuesto, existe entre uno y otro una diferencia de orden procedimental: las personas que desempeñan funciones políticas son elegidas a través de un proceso electoral concurrencial, mientras que los jueces son objeto de nombramiento. La legitimidad de los electos podría calificarse de ‘substancial’, y la de los jueces ser considerada como ‘funcional’. Algunos concluyen que la primera debería prevalecer sobre la segunda: a sus ojos, en caso de conflicto entre la política y el derecho, es el pueblo – es decir, el cargo electo – quien debería en última instancia imponerse.”

              Sin embargo, esa es una visión muy sesgada de la democracia. En este sistema, la soberanía reside en el pueblo. Pero este pueblo no es homogéneo, ni unánime. Su estado de ánimo puede variar rápidamente. Por eso la continuidad de la democracia requiere una sofisticada combinación de distintos factores: la elegibilidad de los representantes populares, las limitaciones al poder de las mayorías – la democracia, recuerda el profesor Daniel Innerarity, es un complejo sistema de contrapesos destinado ha impedir que la mayoría, que legítimamente gobierna, pueda hacer lo que le venga en gana -… y también la preeminencia de ciertos principios fundacionales y estructurantes, que no pueden estar sometidos a intempestivos cambios de humor de la ciudadanía.

              “Al hilo del tiempo – prosigue Rosanvallon -, la soberanía popular ha ido reduciéndose a un procedimiento electoral basado en el principio mayoritario. Esta regla ha fabricado, a través de las urnas, un ‘pueblo aritmético’, y en él ha encontrado sus limitaciones. Una sociedad no solo está compuesta de electores (por no hablar de los abstencionistas), ni halla una expresión completa de sí misma en ninguna mayoría. Así pues, ha emergido una segunda manera de concebir la soberanía del pueblo y la voluntad general. Basada en la noción de ‘pueblo-comunidad’, considera que la ciudad se define también por los valores y principios que la organizan. En Francia, ese mundo común se expresa a través de la divisa republicana ‘Libertad, Igualdad, Fraternidad’, así como mediante un derecho fundamentado en el reconocimiento de la singularidad de los individuos, la toma en consideración de sus derechos y la afirmación de su dignidad. El instrumento de esta soberanía del ‘pueblo-comunidad’ es la justicia: es ella quien vela por el respeto de nuestros principios colectivos. Cuando decimos que los magistrados imparten justicia en nombre del pueblo francés, no es simplemente porque lo ‘representan’, sino porque son los guardianes de una soberanía popular definida por los valores fundacionales del contrato social. Los jueces encarnan, tanto como los electos, el principio democrático de la soberanía popular. La legitimidad de derecho reside en el hecho de que constituye una especie de memoria de la voluntad general: representa el tiempo largo del contrato social, mientras que los ritmos electorales dibujan el tiempo corto de las democracias.”

              Por supuesto, la realidad material de la administración de justicia puede presentar no pocas distorsiones respecto al enunciado ideal de sus funciones. Los magistrados no proceden de un limbo espiritual, sino de una realidad social. Así, por ejemplo, la lucha ha sido – y sigue siendo – tenaz por parte de grandes corrientes históricas, como el feminismo, para que la justicia integre en su visión el género como una desigualdad estructural entre varones y mujeres. La propia composición de la magistratura ha presentado tradicionalmente un marcado sesgo de clase. Tampoco podemos ignorar que se dan graves interferencias desde la esfera política. No en vano hemos tenido en España a dirigentes políticos que presumían de controlar las más altas instancias de la judicatura “por la puerta de atrás”. Y tenemos algunas excéntricas instrucciones que se asemejan a una caza de brujas partidista. Pero de todo ello sólo se infiere la necesidad de trabajar por transformar la realidad, no el cuestionamiento de los principios democráticos enunciados. Hoy, toca ser claros al respecto. Con frecuencia se ha denunciado, sobre todo desde la izquierda alternativa, el llamado lawfare; es decir, la utilización torticera de la justicia para destruir adversarios políticos. Sin embargo, la crítica debe ser rigurosa y concreta. En modo alguno puede derivar en una deslegitimación general de la justicia, en un cuestionamiento de su potestad para juzgar los actos de los representantes del pueblo – debidamente protegidos por cuanto se refiere al ejercicio estricto de sus funciones – por el mismo rasero que se aplica al resto de la ciudadanía.

Y desde luego no faltarán situaciones controvertidas en que el sentido popular de la justicia choque con el Derecho. Sin ir más lejos, la sentencia absolutoria del futbolista Dani Alves, condenado en primera instancia por violación, ha causado un lógico revuelo. Pero la resolución absolutoria, dictada en segunda instancia por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no expresa la convicción íntima de los magistrados sobre el caso, ni pretende haber dado con la verdad. Esa no es la pretensión – en verdad sobrehumana – de la administración de justicia. La sentencia no hace sino considerar que se da una insuficiencia de pruebas capaces de desvanecer cualquier duda razonable sobre la culpabilidad del reo. A partir de ahí, la discrepancia y la crítica son legítimas por cuanto se refiere a la solidez del examen de los elementos probatorios disponibles, realizado por el tribunal. Como sigue siendo necesario subrayar la particular atención que es necesario prestar a la declaración de una mujer cuyo testimonio puede presentar incoherencias o lagunas propias de una vivencia traumática. La incorporación de una visión de género en la administración de justicia supone tomar en cuenta los impactos de una desigualdad estructural. (En ese sentido – y en términos estrictamente jurídicos -, criticó la Asociación de Mujeres Juezas de España la sentencia del TSJC.) Pero en modo alguno se trataría de cuestionar la presunción de inocencia de toda persona acusada de un delito, la exigencia de rigor probatorio para establecer su culpabilidad, ni el principio – nuclear en Derecho – de in dubio pro reo. No hay que perder de vista que son los más vulnerables quienes más necesitan del amparo de la justicia. A su vez, la causa civilizatoria del feminismo no podría triunfar sin ampararse del Derecho.

El profesor Rosanvallon nos recuerda que el populismo, explotando la inmediatez de las emociones contra el tiempo procedimental de las instituciones, no ha empoderado a los de abajo, sino a personajes como “el vicepresidente americano, J.D. Vance, que se presenta, en compañía de una camarilla de multimillonarios, como el representante político de los olvidados”.

Lo vimos con ocasión del referéndum sobre el brexit, Lo vivimos durante el “procés” independentista en Catalunya. El populismo desacredita la deliberación y la vigilancia institucional en provecho del plebiscito. Sin embargo, “para que un referéndum tenga sentido, es necesario que los términos de la pregunta contengan las condiciones normativas de su aplicación: un referéndum permite votar a favor o en contra del aborto, a favor o en contra del matrimonio homosexual, pero no zanjar problemas tan complejos como el régimen de pensiones o el tratamiento de la inmigración. (…) Para superar los déficits del sistema hay que dejar atrás la ilusión refrendaria y revitalizar concretamente las grandes ‘funcionalidades’ democráticas.” Finalmente, el asalto autoritario a la democracia a través de la exaltación nacionalista y populista – nos dice Rosanvallon – se condensa en una lucha por la temporalidad del poder. “Todos los dirigentes populistas tratan de modificar, por vía constitucional, el calendario de los escrutinios presidenciales. (…) Putin hizo adoptar, en 2020, el principio de la no limitación de los mandatos presidenciales. Trump evoca un tercer mandato, algo que prohíbe la Constitución americana. Cuando el tiempo político se inscribe en un horizonte desmesuradamente largo, la esfera del Derecho se encuentra automáticamente reducida: el poder del tiempo cambia de manos.”

Con todas sus limitaciones, con el amplio margen de mejora que presentan, en una democracia, el Derecho y las instituciones que lo encarnan llevan el sello de los múltiples combates emancipatorios que han forjado el semblante de las sociedades avanzadas. El desafío que hoy plantea la extrema derecha, azuzando la febrilidad de la desazón popular contra las instituciones y “el tiempo largo del contrato social”, contiene la amenaza de una asoladora regresión civilizatoria. Pero, tal como concluye su razonamiento Pierre Rosanvallon“la demonización del populismo no tiene ya efecto alguno sobre la opinión pública; no se puede combatir un peligro sin proponer algo más atractivo.” He aquí la responsabilidad histórica de la izquierda ilustrada.

Lluís Rabell

13/04/2025

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