Relentes del “tercer período”

              La guerra arancelaria desatada por Trump sitúa al mundo ante un escenario de absoluta incertidumbre. ¿Nos adentraremos en un ciclo económico recesivo, con su corolario de crisis financieras y convulsiones sociales? ¿Prevalecerán las democracias, amenazadas por el avance de la extrema derecha, en medio de la vorágine? Caminamos rumbo a lo desconocido. A falta de cartas de navegación, echamos con frecuencia la vista atrás, buscando en acontecimientos pretéritos alguna iluminación sobre el futuro. Y, en no pocas ocasiones, abusamos de las analogías. Abundan las referencias al ascenso del fascismo en Europa en el período de entreguerras. La asonada proteccionista de la administración americana ha traído estos días a la memoria de algunos economistas el recuerdo de aquellos antecedentes que, en los años veinte del siglo pasado, propiciaron el crac bursátil de 1929. Sin embargo, la Historia, por mucho que rime, nunca se repite en los mismos términos. Una analogía no es una equivalencia. Aún menos una identidad. Hecha esta salvedad, no deja de ser cierto que determinados paralelismos pueden ayudar a entender conductas actuales. Entre otras, la línea errática de la izquierda alternativa en Europa en relación con la socialdemocracia.

              Puestos a establecer paralelismos con los años treinta del siglo XX – y salvadas todas las distancias -, ¿cómo no recordar aquella funesta deriva de la Internacional Comunista, sometida a los dictados de la burocracia del Kremlin, conocida como “el tercer período”? Fue una etapa en la que, contrariamente a un análisis riguroso de la situación en Europa tras el fracaso de la revolución alemana de 1919 y la consolidación del régimen fascista en Italia, los estrategas del Komintern decretaron el advenimiento de “un proceso imparable de radicalización de las masas”. Dicho proceso debía llevar al crecimiento exponencial de la influencia comunista, abriendo las puertas del poder a los partidos revolucionarios. Sin embargo, ni los ciclos huelguísticos traducían esa radicalización, ni el crecimiento de los PC seguía el patrón anunciado. La gran recesión que siguió al crac de 1929, con la devastadora oleada inflacionista que sacudió Alemania, propició la ruina de la pequeña burguesía y una desazón popular sobre las que cabalgó Hitler. En los primeros años de la década de los treinta, fruto de la polarización de la sociedad, el partido comunista alemán creció… pero los nazis lo hicieron mucho más.

              Una de las derivadas más perniciosas de aquella obcecada lectura estalinista de la realidad fue la actitud hacia la socialdemocracia. A pesar de todos los reproches que venían de su izquierda – aún latía el recuerdo del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht a manos de los freikorps, bajo la presidencia de Friedrich Ebert -, el SPD seguía encuadrando al grueso de la clase obrera alemana. Para los dirigentes del PC alemán, esa nutrida ala reformista del movimiento obrero no representaba sino una variante del propio fascismo – el social-fascismo -, que sería rebasada por el ímpetu de las masas. Una perspectiva revolucionaria que llegó incluso a vislumbrarse como consecuencia del rápido descrédito de un inminente gobierno nazi, cuyo advenimiento se insinuaba inevitable: “Después de HitlerThälmann”. (En realidad, el líder del KPD fue detenido por la Gestapo en 1933 y permaneció once años preso antes de ser fusilado). La división de la clase obrera alemana paralizó su respuesta ante el ascenso del nazismo y facilitó su victoria. El izquierdismo estalinista no entendió que el fascismo, expresión radical de un capitalismo que se sentía amenazado, necesitaba barrer cualquier vestigio de democracia política, cualquier resquicio de libertad que permitiese la organización autónoma del movimiento obrero. Desde ese punto de vista, una de las expresiones más genuinas del fascismo fue la proscripción de la lucha de clases, comprimida en un sindicato vertical bajo la tutela del Estado. (No se ha dicho lo suficiente hasta qué punto resultó determinante en el agotamiento de la dictadura franquista la quiebra de la CNS, infiltrada y socavada por el movimiento de las comisiones obreras). La teoría del social-fascismo condujo a una fracción de la izquierda a dar la espalda a la clase trabajadora socialdemócrata en un momento crítico. Y es que las organizaciones socialistas, más allá de la clarividencia de sus dirigentes, eran existencialmente incompatibles con el fascismo, sólo podían subsistir bajo un régimen democrático. Ignorar semejante contradicción condujo a la mayor derrota del movimiento obrero internacional.

              En el actual escenario político, la democracia representativa vuelve a ser puesta en cuestión. Y en una parte significativa de la izquierda que se sitúa a la izquierda de la socialdemocracia son perceptibles lo que el periodista Enric Juliana llamaría “reverberaciones” del “tercer período”. Escuchando a Irene Montero y a Ione Belarra (Podemos) tildar a Pedro Sánchez de “señor de la guerra” – o a los comunes acusar cada dos por tres al alcalde Jaume Collboni de estar al servicio de cualquier lobby de especuladores -, diríase por momentos que estamos a unos pocos tuits de redescubrir el “social-fascismo”. ¿Simples excesos verbales? ¡Ojalá! Pero es de temer que esas invectivas revelen un problema mucho más profundo.. La izquierda alternativa, a nivel europeo, está sumida en un notable desconcierto. Le cuesta leer los nuevos paradigmas de nuestro tiempo, aún razona siguiendo los esquemas de la guerra fría. Pero, muchas cosas han cambiado tras la caída del Muro de Berlín.. La Rusia de Putin no es la antigua URSS, sino un engendro autocrático surgido del colapso y saqueo de la economía nacionalizada. Moscú está librando una guerra imperialista en Ucrania. El régimen de los testaferros del KGB, con su jefe al frente, está en conflicto abierto con las democracias occidentales. A su vez, el giro estratégico de Estados Unidos supone la focalización de sus esfuerzos en la pugna contra China, relegando Europa – cuyas tradiciones sociales y liberales detesta también Trump – a un papel subalterno, cuando no al rol de moneda de cambio en las buscadas componendas con el amo del Kremlin.

              Ante todo ello, la izquierda alternativa se aferra al “no a la guerra”, como si una proclama ética pudiese reemplazar a una política activa. En realidad, el pacifismo exaltado de Pablo Iglesias o de Mélenchon recubre un repliegue nacional frente a los nuevos desafíos de la construcción europea. Ciertamente, el programa de rearme propuesto por Ursula von der Leyen resulta muy discutible: el incremento del gasto militar en sí mismo no resuelve el problema de la autonomía defensiva de la UE, si no se avanza en la integración de los recursos operativos nacionales, si no se logra una coordinación que permita hacer inversiones mancomunadas y economías de escala… Y, sobre todo, si los esfuerzos presupuestarios se plantean en detrimento del gasto social y la apuesta por la transición ecológica. Porque ése es el modelo que defender. La lucha contra la extrema derecha, amiga de Putin y de Trump, sólo será victoriosa reforzando la cohesión social y el Estado del Bienestar. Una política migratoria equilibrada y respetuosa de los derechos humanos, una diplomacia comprometida con la paz y la práctica de un comercio justo deben cambiar las relaciones de Europa con el Sur Global. Pero, no seamos ingenuos, la voz de Europa será inaudible si carece de capacidad disuasoria.

              Nada garantiza que ese objetivo vaya a conseguirse. A pesar de tener muchos balances pendientes y de no hallarse en su mejor momento, la socialdemocracia europea entiende la necesidad de moverse en ese sentido en la complejidad de la UE. La izquierda radical, por el contrario, acude al recurso fácil de tildar al reformismo de belicista – ¿social-belicista? -, sin darse cuenta que con ello divide el frente de las fuerzas progresistas… y facilita la penetración del discurso de la extrema derecha en la opinión pública. A veces, el radicalismo verbal es un lujo retórico de quien se cree al abrigo de a tempestad. Todavía nos cuesta aceptar la magnitud de los cambios que, a un ritmo vertiginoso, están produciéndose ante nuestros ojos.. Puede que Trump fracase en su huida hacia adelante: los mercados tiemblan, los aranceles pueden desatar una espiral inflacionista en Estados Unidos que desestabilice al propio gobierno. No es sencillo deshacer las cadenas de valor establecidas a lo largo de décadas de globalización y relocalizar la producción. MAGA puede morir en el intento. ¡Ojalá de las tensiones sociales que ese intento provocará en el seno de la propia sociedad americana surja una iniciativa progresista, capaz de descabalgar a los autócratas! Hay que reconocer, sin embargo, que hay un substrato, una lógica, en ese viaje aparentemente alocado hacia el aislacionismo y el acaparamiento de materias primas por la fuerza y el chantaje. Es la lógica de los preparativos de un choque frontal, de una guerra abierta incluso a cierto plazo, con China. Es la pulsión de un capitalismo cuya hegemonía mundial está en tela de juicio. Ningún imperio abandona la escena de la Historia sin librar una última contienda. A su manera, Trump expresa el miedo existencial de la primera potencia mundial ante el gigante asiático. Y las luchas a vida o muerte – o sentidas como tales – son inmisericordes.

              Ante semejante escenario, el proyecto federal europeo debería ser una apuesta estratégica de las izquierdas en provecho de toda la humanidad. Perder ese tren resultaría funesto. Pero, deseosa de encontrar un espacio propio, la izquierda alternativa se ve tentada por la crítica devastadora de la socialdemocracia, equiparándola en su función a las formaciones conservadoras… o peor. Como otrora ocurrió frente al ascenso del nazismo, eso implica subestimar el papel de un espacio político cuya naturaleza le lleva inexorablemente a chocar con las derivas autoritarias y nacionalistas. Y cuya fuerza es objetivamente indispensable para detener a la reacción y generar una alternativa. El sectarismo izquierdista sólo produce un discurso moral discriminatorio. La socialdemocracia es europeísta. La otra izquierda, en nombre de una ideal “Europa de los pueblos”, se aparta de la batalla concreta por avanzar a partir del marco existente de la UE. Un marco a todas luces imperfecto – y por momentos desesperante, como ha podido comprobar Josep Borrell, tratando de movilizar a las capitales europeas frente a la “limpieza étnica” que lleva a cabo el Estado de Israel contra la población palestina en Gaza. Pero el euroescepticismo de izquierdas no hace sino llevar agua al molino de la extrema derecha.

              En el campo de la izquierda no funciona la ley de los vasos comunicantes – si a un ala le va mal, la otra se progresa -. Las izquierdas se nutren del estado de ánimo y la evolución de las clases populares. Si éstas se movilizan, si están a la ofensiva, todas las corrientes de izquierdas se fortalecen. En cambio, si se produce una derrota significativa, el desánimo se generaliza. No va a ser una tarea fácil, desde luego. Pero las izquierdas, legítimas y necesarias en su diversidad, deberían forjar algún tipo de alianza que les permitiese hacer frente a la oleada reaccionaria, tanto en el plano doméstico como a nivel internacional. Hay ocasiones, como decía Marx, en que “lo muerto atrapa a lo vivo”. ¡Que no sea el caso! No vayamos a repetir, acaso en versión posmoderna, los desvaríos del “tercer período”.

              Lluís Rabell

              9/04/2025

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