
La toma de posesión de Trump como presidente de Estados Unidos oficializa el inicio de una nueva era. Quedan atrás décadas de globalización neoliberal en cuyo seno se gestó el escenario incierto que se ofrece a nuestros ojos. Los vientos del libre intercambio han virado a ráfagas de proteccionismo y presagios de guerra comercial. La guerra tout court incendia las llanuras de Ucrania, arrasa la franja de Gaza o devasta Sudán. Agotado cuanto podía quedar de los marcos e instituciones surgidos tras 1945, se vislumbra un mundo inquietante en el cual la democracia política está en entredicho. Un Trump que, desde Groenlandia a Panamá, se dice resuelto a comprar o a tomar por la fuerza cuanto le apetezca jurará su cargo junto a los grandes magnates de las grandes corporaciones tecnológicas, y rodeado de los más destacados vástagos de la extrema derecha. Meloni en Washington, Von der Leyen en silencio. Nunca se vio el futuro de Europa ante tan cruciales desafíos.
Pero, ¿cómo se sitúa la izquierda en este umbral de los nuevos tiempos? Responder a esa pregunta exige plantear cuál es su proyecto político. O más exactamente: en quién pretende apoyarse y qué intereses representa. La pregunta es crucial, porque los años de la globalización – así como las sacudidas de su crisis – han dado lugar a profundos cambios en nuestras sociedades, alterando el semblante de la clase trabajadora y de los estamentos populares. La propia izquierda, que había tenido en ellos su principal apoyo, al tiempo que el capitalismo desagregaba sus bastiones tradicionales, desplazaba su atención hacia los sectores ilustrados y de talante progresista de las clases medias urbanas. Unas clases que, instaladas en la burbuja cognitiva de los beneficiarios – ¿por cuánto tiempo todavía? – de un orden que hoy se tambalea, miran con recelo y desprecio a esos rústicos desposeídos en cuyas filas va calando el discurso populista y xenófobo de la ultraderecha.
La reflexión de la izquierda debe empezar por tratar de entender esa disposición, esa nueva gramática de la lucha de clases. A ello pueden contribuir trabajos como el del geógrafo Christophe Guilluy, autor de numerosos estudios, que acaba de publicar “Los desposeídos. El instinto de supervivencia de las clases populares” (Ed. Katz). Fundamentalmente centrado en la experiencia de Francia, las pistas que brinda este libro resultan útiles para entender la evolución del conjunto de las naciones industriales, más allá de sus diversas historias y especificidades. “La clase media ha hecho implosión en un doble movimiento. (…) La globalización provocó que una fracción de la clase media fuera aspirada hacia la parte alta y que la mayoría de ésta se desplomara hacia abajo. (…) Los estratos superiores captan lo esencial de los altos ingresos y una mayoría común se debilita.” Sin embargo, “gracias a su peso demográfico inédito, el mundo de arriba posee la capacidad de remodelar el paisaje mediático, político y cultural, así como la geografía social de los países occidentales.”
He aquí el telón de fondo sobre el cual, actuando como acelerador, las crisis sistémicas del capitalismo – el crack financiero de 2008 y la consiguiente recesión de la economía mundial – han propiciado una intensa polarización en todos ámbitos y una rápida transformación del panorama político. “La rapidez y la intensidad del doble proceso de metropolización y de gentrificación han creado las condiciones adecuadas para una fuerte tormenta.”
En efecto. Las grandes ciudades han ido expulsando hacia la periferia a las familias de rentas más bajas. La intensa desindustrialización de las últimas décadas no sólo desagregó a la clase obrera tradicional, diluyendo su identidad y la de regiones enteras, sino que dio paso a un modelo económico terciarizado. La precariedad se instaló al ritmo de la degradación de unos servicios públicos insuficientemente financiados. A su vez, el debilitamiento de la mayoría social, la desintegración de su modo de vida, la hacía incapaz de ser un referente integrador para las nuevas oleadas migratorias. Los barrios pobres de las ciudades cumplen lo que Guilluy llama “función esclusa”: “Los ‘un poco menos precarios’ son reemplazados constantemente por hogares ‘todavía más precarios’. (…) El stock de pobres y desempleados se renueva sin cesar. Y no se trata de una anomalía, al contrario, todo ello responde a las exigencias del mercado, incluidas las exigencias de la economía informal. Asimismo, ilustra el papel que las élites dirigentes quieren hacer desempeñar a las clases populares: el de actores atomizados o, mejor aún, comunitarizados, que solo se expresen en el espacio público y político para reclamar lloriqueando nuevos derechos, siempre y cuando no cuestionen el orden dominante.”
¿Y la izquierda? A medida que su base tradicional se disgregaba bajo los efectos del neoliberalismo, buscó otros apoyos sociales. Y, de modo transitorio, los encontró en lo que el autor denomina “la burguesía cool” de la ciudad. La izquierda “ganó París… y perdió al pueblo”. “Las sucesivas victorias de la izquierda en todas las ciudades metropolizadas anunciaban su reclusión ideológica y luego política.” En medio de las desigualdades y el sentimiento de abandono de la mayoría social, los discursos sobre la ciudad “abierta, verde y solidaria” no pueden sino causar irritación – basta con recordar la virulencia de la protesta de los “chalecos amarillos” -, dejando una vía expedita para el avance de la extrema derecha. Y es que, durante años, replegada en su gueto metropolitano, la izquierda no ha captado la profundidad de la mutación social que se estaba produciendo. “El paisaje de las clases populares ha cambiado radicalmente. Esto no solo plantea la cuestión del dinero, sino también algo más fundamental: la modificación de las perspectivas de vida. En estos momentos, para la mayoría de las clases populares, el horizonte se encuentra bloqueado.” Y eso tiene una repercusión política trascendental: “Simbólicamente, la gente común frecuenta cada vez menos la ‘ciudad’, renunciando así a participar en elecciones, sindicatos, partidos e incluso asociaciones. Esos espacios de vida democrática están dirigidos y construidos, ahora, alrededor de y para los estratos mejor integrados, los que se benefician con el modelo, cualquiera sea la alternancia política.”
Cuando no hay futuro, es fácil caer en la tentación de volver la vista hacia un pasado idealizado; cuando las instituciones de la democracia deliberativa se desacreditan, el populismo campa a sus anchas; cuando no hay respuesta al sentimiento de humillación de los desposeídos, triunfan los muñidores del resentimiento. Un difuso temor existencial, social y cultural, empuja a esas amplias capas de la población a rechazar lo que percibe como imposiciones de unas élites que se proclaman “liberales”… y a percibir como una amenaza los nuevos contingentes migratorios. “La cuestión no es, ante todo, subir o bajar en la escala social, sino vivir de manera decente; es decir, ser respetado culturalmente, incluyendo la posibilidad de desarrollarse en el propio entorno.” Desde luego, no será el discurso impregnado de superioridad intelectual al que, por desgracia, se ha abonado buena parte de la izquierda el que podrá disipar la confusión.
El wokismo – una visión segmentada de la sociedad en la que la lucha de clases, el combate por la dignidad y la igualdad, han sido reemplazados por una eclosión de identidades inmersas en una interminable subasta de opresiones – se ha revelado incapaz de parar los pies a los demagogos populistas. En el fondo, esa ideología es funcional al sistema y responde a la percepción que de sí mismas y del mundo tienen las capas acomodadas y cultas de las metrópolis. “La burguesía llamada progresista, experta en denuncias fáciles a los ricos, nunca se ve a sí misma ‘arriba’. Pegada al poder, se protege fundiéndose en la masa, la del 99%. Sin asumir su posición de clase, pone en escena una lucha de clases artificial que opone el 99% al 1%. (…) En ese inmenso conglomerado, todos son víctimas, nadie es responsable, salvo los ultrarricos.” Los de abajo, sin embargo, tienen una mirada muy distinta. La experiencia francesa nos ilustra perfectamente al respecto. “En las elecciones legislativas de 2022, la Nueva Unión Popular Ecológica y Social, que, más allá de lo que dice su nombre, no atrae tanto a los ‘populares’ como a ejecutivos, profesionales intermedios y diplomados, fue la ganadora indiscutible en los ‘barrios populares’ de Seine-Saint-Denis, pero ante la total indiferencia de sus habitantes. En algunas circunscripciones del departamento, la abstención superó el 75%; algunos felices diputados han sido elegidos con menos del 10% del padrón…”
¿Quiere esto decir que todo está perdido? ¿Significa acaso que, desnortada y desarbolada la izquierda, Donald Trump y su internacional reaccionaria están llamados a reinar en un mundo autoritario y violento? No, no será tan sencillo. Nos adentramos en un período turbulento, es cierto. Pero los triunfadores caminan sobre un suelo resbaladizo. La frustración de la clase obrera blanca, objeto de desprecio por parte de los demócratas ilustrados, ha propulsado al magnate hasta la Casa Blanca. Pero, aún antes de instalarse en ella, son los oligarcas del capitalismo tecnológico quienes organizan el nuevo gobierno. Si no fuese porque nada hizo para frenar esa deriva, observa el economista Thomas Piketty, casi habría que aplaudir a Joe Biden cuando se despidió del cargo presidencial alertando acerca de “la concentración extrema de riquezas y poder, amenaza para los derechos elementales, las libertades y la posibilidad de que cada cual pueda salir adelante”. (“Le Monde”, 20/01/2025). Las medidas anunciadas por Trump, lejos de disminuir las desigualdades o mejorar las condiciones materiales de las clases populares, no harán sino acumular explosivas contradicciones, desatar tendencias inflacionistas y degradar aún más los sistemas de protección social.
La izquierda puede recomponerse. A condición de salir al encuentro de la mayoría social con un programa redistributivo audaz. “En 2020, recuerda Piketty, el dúo Bernie Sanders-Elizabeth Warren propuso la prolongación del New Deal de Roosvelt, con un mega-impuesto sobre las fortunas, con una tasa del 8% anual para los multimillonarios (…), un plan de inversiones masivas en universidades, infraestructuras públicas y la invención de una auténtica democracia económica a la americana.” Esa candidatura concitó el apoyo de los jóvenes y sus resultados se acercaron a los que obtuvo Biden. “La adhesión a lo común, a los servicios públicos, al Estado del Bienestar a lo estatal – subraya por su parte Christophe Guilluy – nunca ha flaqueado. (…) La gente sabe muy bien que no tiene, a diferencia de las clases más altas, los medios para ser atendida en clínicas privadas, escolarizar a sus hijos en colegios privados o confiar su seguridad a guardias privados. Afrontan una radicalidad que no conocen los expertos de salón. En el salón, (…) las posturas ‘disruptivas’, las exaltaciones revolucionarias, los discursos que ‘derriban la mesa’, siempre han entusiasmado a la burguesía.”
La izquierda debe reaprender a hablar a los suyos. “La cuestión social, para la gente común, es llenar el carrito del supermercado, pero también, y sobre todo, realizarse en el trabajo y ser respetado en la vida social. (…) Las clases populares no piden caridad, sino un trabajo bien remunerado y enmarcado en el derecho que les ofrezca seguridad.” Así pues, “el ingreso universal revela un desconocimiento profundo del rechazo de los más humildes a lo que se ha denominado ‘asistencialismo’, que no confunden con el Estado del Bienestar.” Ese intangible de la dignidad, tantas veces ignorado, apunta al núcleo de las relaciones que concibe la clase dominante, para quien “el rol social de las clases populares sería únicamente consumir.”
Del mismo modo, la seguridad no puede ser una cuestión que la izquierda rehúya o considere impropia. “En el imaginario popular, ‘la calle’ no es solo un lugar de paso, también es el lugar donde uno existe, donde uno intercambia con otros, donde uno es respetado. Al dejar que la inseguridad se instalara, las clases dirigentes han privado a la gente humilde del lugar de desarrollo de su capital social.” Y ¿qué decir de la inmigración? Con todas las dificultades que ello comporta, la izquierda no puede rehusar tampoco la responsabilidad de tratar de regular los flujos migratorios. El futuro de la democracia dependerá, en gran medida, de la capacidad de incorporar esos contingentes humanos a una sociedad cuyo semblante está llamado a cambiar con su aporte. Pero no cabe ignorar los problemas que se plantean, ni el impacto que tiene la nueva oleada sobre unos sectores populares desestabilizados material y culturalmente. Desde una posición social confortable resulta fácil tratar de racista a quienes, muchas veces, expresan un temor al que una izquierda bienintencionada y moralizadora no responde. “A diferencia de los ‘antiguos’ inmigrantes que llegaron antes de los años 1980, los nuevos se instalan en espacios donde ya no tienen ante los ojos la referencia de las clases populares ‘tradicionales’. (…) Las nuevas clases populares inmigrantes se apegan a un modo de vida proteccionista fundado en valores importados.” La respuesta no puede ser un comunitarismo ingenuo, favorecedor de guetos y segmentación étnico-social, sino la propuesta de un nuevo modelo democrático e integrador, basado en la justicia social. Diseñarlo en medio de la tempestad que se avecina constituye el desafío histórico que la izquierda tiene ante sí.
Lluís Rabell
19/01/2025