
Queda poco ya para conocer el transcendental resultado de las elecciones presidenciales americanas. ¿Trump o Harris? Muchas cosas dependen del desenlace de ese enfrentamiento, tanto en un plano interno como por cuanto se refiere a su impacto mundial. El curso de la guerra en Ucrania o en el Próximo Oriente, el papel de Europa, las relaciones con Rusia y China… Por no hablar del revulsivo que supondría para los regímenes autocráticos y los movimientos populistas en general la reelección de un Trump embravecido y ansioso de ajustar cuentas con sus oponentes. Parece, pues, un buen momento para interesarse por el actual contexto geopolítico. Puede ayudarnos a ello la visión panorámica que nos ofrece Bruno Tertrais, director adjunto de la Fondation pour la Recherche Stratégique, quien recientemente ha publicado “La guerra de los mundos. El retorno de la geopolítica y el choque de los imperios”. (Ed. Oberon)
Ya nadie discute que la globalización tal como se desarrolló en las últimas décadas del siglo XX – y con ella las ilusiones universalistas acerca de un mundo de intensas relaciones comerciales fluidas, superando la tensa bipolaridad del período de la guerra fría – no sólo han entrado en crisis, sino que se han venido abajo. Estamos ante un escenario inédito y fluctuante. Señala Bruno Tertrais un punto de inflexión en las relaciones entre Occidente y el resto del mundo: “Ni Moscú ni Pekín han olvidado la guerra de Kosovo ni el bombardeo de Belgrado (por la OTAN). Una capital que encarna el antiguo mundo comunista, así como la ortodoxia eslava (para Rusia) y la no alineación (para China)”. De aquellos acontecimientos, nos dice el autor, chinos y rusos sacaron la conclusión de que Occidente recurriría a la fuerza para preservar sus intereses, pero también de que las fronteras pueden redibujarse. El propio Putin dijo en 2016 que “allí fue donde empezó todo”.
La crisis de la globalización neoliberal ha derivado en una reacción contra el orden mundial que sustentaba, contra la occidentalización y la modernización… Y ha propiciado, bajo distintas variantes, un retorno del nacionalismo. “En todos los continentes, desde Brasil hasta India pasando por Europa, se quiere ‘retomar el control’, una expresión asociada al Brexit, pero que también empleó Emmanuel Macron”. Bajo esa bandera, se proyectan las ambiciones de potencias regionales – Turquía, Irán… – o la fuerza de singulares actores – India -, tratando de abrirse paso en un mundo en que la hegemonía americana se ve contestada por el gigante asiático y las alianzas que teje a su alrededor.
Se trata de un dato inquietante. “El nacionalismo es la guerra”, decía François Mitterrand. Para los europeístas – y singularmente para la izquierda – la construcción europea aspira justamente a su superación. “Los nacionalismos sufren de hipermnesia. Se nutren de un pasado idealizado e instrumentalizado, que los creadores de opinión se esfuerzan por sacar de entre los muertos y traer a la memoria viva de sus pueblos. El revisionismo histórico florece allí donde proliferan los regímenes nacionalistas autoritarios y donde las fuerzas políticas esperan instaurarlos. La historia es una fuente de mitos en las sociedades secularizadas: para crear un nuevo futuro, se necesita un nuevo pasado. Los traumas no resueltos dan lugar a la ira, una ira ligada al resentimiento hacia el propio pasado, y para los nacionalismos ofensivos la guerra se convierte en un medio de vengarse de la propia historia, de reescribirla, de liquidar viejas humillaciones”.
Así pues, hemos entrado en un mundo que ya no está dominado por la confrontación de dos grandes potencias, Estados Unidos y la URSS, pero que tampoco ha dado paso a la estricta configuración de dos nuevos bloques, a pesar de las fuertes tendencias polarizadoras de Washington y Pekín. Hay alianzas e intereses cruzados, acercamientos y desavenencias en una suerte de competencia multipolar que ha dado definitivamente al traste con la ensoñación de un gran compromiso multilateral, enseña de aquella efímera “globalización feliz” de los años noventa. Pero, “¿qué quieren Moscú, Pekín y Teherán?”, se pregunta el autor. “En primer lugar, preservar sus regímenes. La mera existencia de democracias liberales prósperas se considera una amenaza”. China ha pasado de ser una gigantesca manufactura a una potencia expansiva. “Desde principios de la década de 2010, ha superado al Banco Mundial como principal acreedor de los países de renta baja. Mientras Rusia es una potencia perturbadora, China intenta rehacer el mundo, si no a su imagen, al menos a su gusto”.
Sobre el carácter “perturbador” de Rusia, Europa no puede albergar duda alguna. “El régimen ruso es una síntesis casi perfecta de zarismo y estalinismo, apoyado por la Iglesia, con un barniz ideológico que poco disimula su naturaleza cleptocrática y mafiosa”. Un régimen que ha perfeccionado la depredación pura y simple de recursos ajenos, ya sea en Siria (petróleo y fosfatos), en la República Centroafricana (oro, diamantes) o en Ucrania (minerales, cereales). La política exterior es siempre una prolongación de la política nacional. Como escribe François Heisbourg, “el poder ruso sigue estando más cerca de Gengis Kan que de la Ilustración”. La guerra de Ucrania constituye la prueba más palmaria de ello.
“El verdadero problema para Rusia no era la atracción de Ucrania por la OTAN, que seguía siendo limitada hasta hace pocos años. Era sobre todo su atracción por Europa. (…) No eran banderas estadounidenses ni de la OTAN las que ondeaban en la plaza Maidan en 2013, sino europeas. (…) Una Ucrania exitosa podría servir de ejemplo a Rusia o incluso ser el preludio de una nueva revolución rusa”. Y es que Ucrania determina el semblante y el devenir de Rusia. Sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio euroasiático e inicia una deriva imparable hacia Oriente. Y lo hace en condiciones de creciente debilidad y dependencia respecto a China, incluso con un riesgo – no inminente, pero en absoluto descartable a cierto plazo – de implosión de un inmenso país multiétnico, dominado por una nación en declive demográfico. En tales condiciones, el destino del régimen de Putin es inseparable del desenlace de la guerra – y de los distintos escenarios imaginables a partir de los precedentes de anteriores crisis internacionales, desde Corea a Afganistán.
Pero la gran alteración del statu quo mundial viene dada por el desplazamiento del PIB mundial hacia Asia y por el papel de gran potencia económica, tecnológica – y también militar – adquirido por China. “Si Rusia se ha convertido en un Estado casi fascista, China se ha convertido en un Estado casi totalitario. Mientras Moscú lleva a cabo agresiones militares directas, Pekín actúa con más discreción y paciencia. (…) Si Rusia es un fenómeno meteorológico agresivo pero fugaz, China es el cambio climático”. Pero con el ascenso al poder de Xi Jinping la “emergencia pacífica” de China ha dado paso a una estrategia más agresiva, al tiempo que Estados Unidos – con matices, pero de manera continuada a través de administraciones demócratas y republicanas – entraba en una dinámica de confrontación tecnológica y comercial.
Esa confrontación empieza a reordenar todas las alianzas y tratados. ¿Democracias frente a autocracias? No es tan sencillo. Es cierto que, de un lado, aparecen Estados Unidos y Europa, gobernados por democracias liberales, y por otro un “eje” encabezado por China, Rusia e Irán. Pero toda una serie de naciones reclaman tener voz en el nuevo orden que se baraja y son atraídas por uno u otro polo. Putin acaba de reunir – el 22 de octubre – en Kazán a los representantes de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y a los líderes de otros veinticuatro países, en particular del llamado “Sur global”. No obstante, a pesar del éxito diplomático de Putin, demostrando al mundo que no está aislado, ese encuentro dista mucho de definir un nuevo equilibrio geoestratégico. Ahí estaban también Turquía, que sigue siendo miembro de la OTAN, India, que va por libre, o Egipto y los Emiratos Árabes, de quienes no se puede decir que hayan roto sus vínculos con Estados Unidos. Todo es aún muy incierto.
Lo evidente, sin embargo, es que la rivalidad sino-americana convierte al Pacífico en epicentro de las futuras tensiones internacionales. El impetuoso desarrollo de China en las últimas décadas ha desbordado las expectativas de Estados Unidos cuando, en tiempos de Nixon y Kissinger, apostaron por la apertura de Pekín al mercado mundial. “Tras convertirse en la fábrica del mundo, China quiere ser ahora su laboratorio. (…) Las inversiones chinas en puertos y redes energéticas son especialmente impresionantes. La primera cumbre de países participantes o interesados, celebrada en Pekín en 2017, reunió a 68 países que representan la mitad del PIB mundial”. Sí, la rivalidad con Estados Unidos marcará sin duda el curso del siglo XXI. Pero, ¿podría derivar en una tercera guerra mundial?
Los pronósticos de los expertos son azarosos. La “desglobalización” en curso, a pesar de las crecientes fricciones, no puede ser total, ni mucho menos. Los intercambios siguen siendo muy intensos. Las interdependencias, comerciales y tecnológicas, difícilmente salvables. China continúa en posesión de un volumen ingente de deuda americana. Sin embargo… las propias contradicciones del régimen pueden empujarle por una vía mucho más aventurera. La reunificación total de China, absorbiendo a Taiwán, se ha convertido en ambición suprema y piedra de toque del mandato de Xi Jinping. China observa la guerra de Ucrania como una inestimable fuente de enseñanzas de cara a una eventual invasión de la codiciada isla. Pero semejante iniciativa rompería todos los frágiles equilibrios del Pacífico y conllevaría, con casi total seguridad, una intervención americana. Por otra parte, y contrariamente a la percepción de una China imparable frente a una América decadente, hay que decir que las cosas no son tan claras. Estados Unidos conserva un potencial tecnológico y militar extraordinario, y las proyecciones demográficas no son halagüeñas para China: su población en edad de trabajar disminuirá en 200 millones de aquí a 2050, mientras que en Estados Unidos se incrementará en 20 millones. (Por supuesto, la mayoría de analistas acostumbra a obviar el factor de mayor imprevisibilidad, que acaba por torcer los planes mejor trenzados: la lucha de clases y su impacto sobre regímenes y gobiernos. “Los jóvenes chinos desesperan ante el futuro, por razones que van desde el excesivo control social hasta el precio de la vivienda. Y la República Popular sigue siendo un patriarcado”. Por otra parte, ¿qué decir de las explosivas tensiones que se acumulan en la sociedad americana?).
El pronóstico – general y sin duda discutible – que hace Bruno Tertrais es el de que entramos en una etapa de “guerra tibia”. Ni bipolaridad, ni multipolaridad, ni bloques de naciones excesivamente compactos, sino “dos familias”. “Una sería la euroatlántica e indopacífica, más bien liberal, cuya columna vertebral podría estar constituida por la alianza de potencias marítimas de habla inglesa. La otra, continental y euroasiática más bien autoritaria y dominada por el eje chino ruso”. Una configuración aproximada y voluble que, en las zonas de influencia en disputa, propiciará conflictos “político-militares híbridos, tomando prestados elementos de los nacionalismos de la primera mitad del siglo XX y de la Guerra Fría. (…) Una guerra “tibia”, que estará marcada por crisis regionales y conflictos limitados, pero que probablemente permanecerá contenida gracias al papel de disuasión extremo que juega la amenaza nuclear”.
Ante la devastación de Ucrania, el martirio de Palestina o las matanzas olvidadas de África, hablar de “guerra tibia” se antoja un insoportable sarcasmo. Pero tal es el valor de la vida de los pueblos, simples piezas en el tablero de los cálculos geoestratégicos. La izquierda debe abordarlos con tanta lucidez como fidelidad a los valores que propugna y a las gentes que pretende representar. En particular, para la izquierda europea, la evolución de la situación mundial debería leerse como un apremio hacia la construcción de una Europa federal, apegada al Estado del bienestar y asentada en una autonomía que le permitiese hablar con voz propia en el mundo y establecer relaciones justas con los distintos países. Ésa sería sin duda una inestimable contribución a la paz. Por mucho que ese camino aparezca hoy sembrado de obstáculos – y a pesar de que el resultado de las elecciones americanas pudiera añadir mayores adversidades todavía -, no existe otra vía de progreso.
Lluís Rabell
2/11/2024