
El estrépito de la guerra ahoga las palabras. Con la huida hacia adelante imparable de Netanyahu, Oriente Medio parece al borde de un incendio total. A falta de una perspectiva estratégica clara, el gobierno extremista de Israel se perpetúa multiplicando los frentes de batalla y desafiando directamente a Irán. Pero, ¿podría Israel actuar de este modo si no fuese por la actitud, entre cómplice e impotente, de Estados Unidos y de la Unión Europea? Desde luego que no. La respuesta es evidente. Lo es menos – aunque, lógicamente, dirijamos nuestra mirada hacia los gobiernos y hablemos de los intereses geoestratégicos de Occidente – que el comportamiento de los Estados está en resonancia con un profundo desgarro de nuestras sociedades en relación al conflicto Israel-Palestina. De algún modo, ese conflicto incide sobre nuestras confrontaciones, se enraíza en la historia europea y sus balances inacabados. Y sobre él proyectamos nuestro anhelo de saldar muchas cuentas pendientes de un modo radical y polarizado, exento de matices. Tanto como lo está el enfrentamiento entre dos pueblos que han llegado a percibirlo como existencial, por no decir bíblico: la supervivencia de uno exige la aniquilación del otro.
Francia constituye, en ese sentido, un ejemplo paradigmático. La guerra suscita allí pasiones encendidas y transforma el panorama político nacional. El país vecino cuenta con una de las mayores comunidades judías del mundo, parte de la cual procede de la población hebrea que tuvo que abandonar Argelia tras su independencia. Es frecuente que esas familias tengan a parte de sus miembros instalados en la metrópoli y a otra parte en Israel. Es decir hasta qué punto los vínculos son estrechos, más allá del aura referencial de Israel entre las comunidades judías de todo el mundo. Pero Francia es también el país europeo con la mayor población de origen árabe. El ataque de Hamás del 7 de octubre contra los kibutz y la población civil del sur de Israel avivó entre los judíos del mundo – la opinión pública y la propia izquierda no han mesurado hasta qué punto – la memoria ancestral del exterminio. Por otro lado, la población marginada de los suburbios tiene muchos motivos para sentirse hija de los colonizados. La cuestión social se entrelaza con una historia colonial mal digerida y el conflicto Israel-Palestina se antoja, como dice Alain Gresh, antiguo periodista de “Le Monde Diplomatique”, “el último conflicto colonial del mundo”. A partir de ahí, la identificación con la causa palestina es total, como una prolongación de las injusticias sociales y el racismo vividos en carne propia.
La izquierda se ha transformado en un terreno donde se expresan de modo agudo todas esas tiranteces. La izquierda moderna francesa tuvo su bautismo histórico en la defensa del capitán Dreyfus frente al antisemitismo del Estado Mayor del ejército. Hoy, sin embargo, buena parte de la comunidad judía se vuelve hacia la extrema derecha – que ha llevado desde siempre el antisemitismo en sus venas -, temerosa de la población musulmana… y sumergida también por el sentimiento de que Israel, “el último refugio judío”, bien podría llegar a desaparecer, desarbolado por la tempestad de la Historia.
Y es que en la percepción del conflicto se entrecruzan e interfieren una memoria traumática – y progresivamente desnaturalizada – y unas tensiones del presente que no acaban de encontrar una expresión adecuada. Netanyahu explota hábilmente la mala conciencia europea en relación con el Holocausto judío. Alemania no se atreve a levantar la voz ante las barbaridades cometidas por el gobierno israelí en Gaza, en Cisjordania o en el Líbano. Más aún: cualquier protesta o manifestación de solidaridad con el pueblo palestino cae bajo la sospecha de antisemitismo. Algo similar ocurre en Francia, sobre cuya memoria pesan la vergüenza del régimen colaboracionista de Vichy y la deportación de 80.000 judíos a los campos de exterminio nazis. Tal ha sido ese peso que, tras la Liberación, Francia brindó uno de los apoyos más decididos al nacimiento y consolidación del Estado de Israel. En concreto, el gobierno presidido por el socialista Guy Mollet – recuerda oportunamente Christophe Ayad desde las páginas de “Le Monde” (5/10/2024) – tuvo un papel decisivo en el acceso de Israel al armamento nuclear. No es casual que sea en los países donde no se dieron esos episodios de persecución contra los judíos que marcaron la primera mitad del siglo XX, como en Inglaterra, donde se dan las mayores manifestaciones de solidaridad con Palestina. Y ello a pesar de que, en las propias filas laboristas, la expresión de esa solidaridad esté sometida a severa vigilancia. En Francia, sin embargo, la búsqueda del voto en el extrarradio de las ciudades ha llevado a una corriente como La France Insoumise a perder los matices y a emplear un tono maniqueo que no ayuda a entender la complejidad de la tragedia, ni a tejer las complicidades necesarias para superarla. Así, la bandera de la lucha contra el antisemitismo es hoy enarbolada con total desfachatez – e indiscutible éxito – por Marine Le Pen, mientras la izquierda nada en la confusión, incapaz de romper el cerco extenuante de unas polarizaciones en las que pierde su razón de ser.
Netanyahu pulsa un resorte que sigue funcionando: Israel es la avanzada de Occidente en el Próximo Oriente. Haga lo que haga, nunca le faltará el apoyo militar de las potencias occidentales. La izquierda – y menos aún la izquierda europeísta – no puede aceptar esa dialéctica que vacía de contenido los valores democráticos y universales que propugna, desacreditando irremisiblemente el proyecto de la Unión Europea ante lo que se ha dado en llamar el Sur Global. La ocupación de Cisjordania y la destrucción de Gaza corroen la democracia israelí, secuestrada por el mesianismo sionista. Ignorarlo supone no entender que los pueblos de la región perciban a Israel, no como una democracia de corte occidental, sino como una suerte de Estado Cruzado.
En este conflicto, los roles parecen transmutarse, las palabras se cargan de significados equívocos y confunden la razón. Todos manipulan la historia. Netanyahu atribuye la autoría intelectual de la Shoah al muftí de Jerusalén para justificar un combate a muerte, esencial e insoslayable, contra el pueblo palestino. Con el paso de las generaciones, la memoria del Holocausto se ha ido desvaneciendo. El sociólogo Danny Trom señala la transformación simbólica de las víctimas en verdugos como “una manera de restaurar la degradada imagen de sí mismos de los europeos, en un intento por deshacerse de su mala consciencia histórica. De ahí la asimilación de Netanyahu a un nazi y el uso insistente del término “genocidio”. Desde los años 1990, asistimos a una suerte de desvinculación entre el judaísmo y la Shoah. (…) El izquierdismo laico y la derecha cristiana coinciden en este punto: la Shoah no pertenece a los judíos, cuando en realidad Israel está unido a través de todas sus fibras a ese acontecimiento”.
No se trata de negar el supremacismo de la extrema derecha israelí en el poder, cuyo sueño es la expulsión definitiva – cuando no el exterminio puro y simple – de la población palestina. El desprecio por las “víctimas colaterales” en las devastadoras operaciones militares israelís demuestra una completa deshumanización del adversario. Eso es indiscutible. Pero la retórica puede jugarnos una mala pasada en un momento en que los extremismos se retroalimentan y conducen a una espiral de violencia sin fin. El asesinato de Isaac Rabin y el fracaso del tortuoso camino emprendido en Oslo están en la base de la evolución que ha llevado a Israel a caer bajo el imperio de los fanáticos – a cierto plazo la mayor amenaza para su propia existencia. A su vez, la furia guerrera de Netanyahu favorece el ascenso de las fuerzas más radicales del régimen de los ayatolás iraníes. La extrema derecha israelí invoca el recuerdo de la abominación antisemita en Europa para legitimar sus crímenes de guerra contra la población palestina como un acto de resistencia judía. Sin embargo, por nuestra parte, conviene en efecto que nos andemos con cuidado con la reiteración de términos que remiten al Holocausto en el imaginario colectivo. La combinación de ambas cosas da a pensar que las víctimas de ayer son los nazis de hoy… mientras que “nuestra” extrema derecha ha dejado atrás su pasado.
La confusión no es baladí. La izquierda tiene que dar con las palabras justas para que los partidarios de la paz puedan encontrarse y ganar la batalla de la razón en el seno de sus respectivas naciones. En una reciente columna en “La Vanguardia”, la escritora feminista Laura Freixas lamentaba que un grupo de activistas pro-Palestina irrumpiera en un debate con la socióloga israelí Eva Illouz, persona de firmes convicciones progresistas, opuesta al gobierno de su país. “¿Por qué han preferido interrumpir a Illouz? Que hablaba de otro tema, y a quien han elegido como blanco, no por sus ideas (muy matizadas, en lo que al conflicto israelí-palestino se refiere) sino por su nacionalidad. (…) Si creemos que hay buenos intachables y malos absolutos, ¿aceptaremos negociar, en vez de aplastar si contemplaciones al Maligno? Con esta mentalidad, ¿podremos – no sólo en Oriente Próximo, sino aquí entre nosotros – convivir? Si no dejamos hablar, estamos perdidos.”
Y ahí está el quid de la cuestión. Cuando la confrontación se reviste de moral el choque deviene absoluto. Con ocasión del primer aniversario de aquel trágico 7 de Octubre de 2023, en un comunicado que llama a poner fin al derramamiento de sangre y que rechaza que el gobierno israelí se arrogue actuar en nombre de todos los judíos, la asociación JCall Barcelona afirma: “Es difícil decir algo en estos días. Parece que cualquier palabra que se diga herirá a alguien. A los israelíes y judíos les resulta especialmente difícil en este momento decir que Israel debe detener la terrible violencia que se está llevando a cabo en Gaza. No porque muchos no lo piensen, sino porque todo lo que se diga se interpretará como una crítica que alimentará, justificará y promoverá el odio hacia los judíos en Israel y en el mundo; que hará olvidar a los que todavía están secuestrados. En un mundo de mensajes polarizados y de falta de escucha, la capacidad de hablar se está reduciendo cada vez más. Pero la dificultad para hablar, la capacidad de llegar a acuerdos sobre mensajes, no nos exime de la responsabilidad de crearlos”.
En la asunción de tal responsabilidad se juega la izquierda su razón de ser.
Lluís Rabell
6/10/2024