Lincoln en la Generalitat

       En tiempos de exabruptos y desmesuras dialécticas conviene manejar con cuidado las analogías históricas, pues tienden a ser leídas como equivalencias, añadiendo dramatismo a las controversias. Sin embargo – y a condición de saber guardar las proporciones -, algunas evocaciones de acontecimientos significativos pueden iluminarnos a la hora de afrontar las disyuntivas del presente. Me atrevo a creer que es el caso de un capítulo, particularmente inspirado, del libro del ensayista y antiguo líder del Partido Liberal de Canadá Michael Ignatieff“En busca de consuelo” (Ed. Taurus), una reflexión filosófica sobre el perdón de los demás – y de sí mismo – y acerca de la esperanza; una meditación tejida a través de diferentes figuras del pensamiento humano y la creación, desde Pablo de Tarso y Cicerón hasta Camus o Max Weber, pasando por DanteMontaigne o el propio Marx.

            Pero hay un pasaje referido a Abraham Lincoln – concretamente al discurso de su segunda investidura, pronunciado en marzo de 1865, cuando la sangrienta guerra de secesión americana tocaba a su fin – que merece una especial atención. Y la merece porque trata de la ardua tarea del gobernante llamado a restañar las heridas de una nación traumatizada y a recomponer su voluntad de afrontar un destino común tras el desgarro de un enfrentamiento civil. Por supuesto, ni por asomo lo ocurrido en Catalunya durante el “procés” – una grave crisis política, institucional y social – tiene punto de comparación con aquella tragedia. No se trata de establecer ningún paralelismo al respecto. No obstante, sí sería oportuno recoger el modo en que el presidente americano abordó en aquel momento crucial la cuestión del reencuentro entre los contendientes, lejos de cualquier voluntad de humillación de los vencidos, pero sin obviar la razón de la lucha, ni el sentido de su desenlace.

            Lincoln era eminentemente político en su propósito aunque profundamente creyente – en una nación que aún lo sigue siendo – y no dudaba en recurrir a la terminología religiosa en sus discursos. Así, tomando posesión de su cargo, empezó por recordar al público nordista que le aclamaba que el enemigo sudista “leía la misma Biblia y rezaba al mismo Dios”. “Podía haber definido la gran causa de la guerra como la esclavitud del Sur y hacer que todo el peso de la condena moral recayera sobre un solo bando, escribe IgnatieffEn lugar de eso, Lincoln imprimió un giro moral decisivo a la cuestión al referirse a la causa de la guerra como ‘la esclavitud americana’, un pecado original – un ‘delito’, según él – que toda la nación, tanto el Norte como el Sur, debía reconocer ahora como algo propio.(…) Políticamente, consideraba que la misión que le correspondía al asumir el cargo era encontrar la manera de que el Norte perdonara al Sur por la guerra, de que el Sur aceptara su derrota y de que ambos se reconciliaran reconociendo las pérdidas de cada uno. (…) Pero la reconciliación sería imposible, el ‘renacer de la libertad’ que había pedido en Gettysburg naufragaría en la recriminación y el odio, a menos que ambos bandos pudieran entender la guerra no como la victoria de un bando y la trágica derrota del otro, sino como una catástrofe para ambos…”

            Pocas semanas después, Lincoln fue asesinado. Y, a la vista de los vientos de fanatismo populista que soplan sobre los Estados Unidos, podría creerse que la Historia ha certificado su fracaso. “Su labor no ha terminado y las palabras de la segunda investidura, hoy grabadas en las paredes del monumento donde se encuentra su estatua en Washington, más que un consuelo son un reproche”. Tal vez lo sean. Pero no dejan de representar toda una referencia, especialmente útil en estos momentos.

            Las últimas elecciones autonómicas han puesto de manifiesto el agotamiento del ímpetu del “procés”. 700.000 votantes, desengañados, han retirado su apoyo a las formaciones independentistas. Va abriéndose paso el deseo de cerrar un capítulo doloroso, que no ha traído nada bueno para la sociedad catalana. Sin embargo, no ha sido la vía del castigo ejemplar, del escarmiento y la cárcel, propugnada por la derecha española – que azuzó y envenenó el conflicto -, sino el camino del diálogo, de los indultos y de la amnistía, propiciado por la izquierda al precio de no pocos sinsabores e incomprensiones, el que ha permitido dibujar un nuevo escenario, todavía frágil. Y a la izquierda, a una izquierda de cultura federalista como la que hoy encabeza Salvador Illa, corresponde liderar desde la Generalitat una nueva etapa, poniendo las cosas en su sitio.

            En efecto, el amago de una secesión unilateral – que fue teatralizado y sostenido por una agitación de masas, aunque nunca seriamente preparado – ha sido políticamente derrotado. Fue una aventura tan irresponsable como antidemocrática, que puso en peligro el autogobierno y expulsó de la catalanidad a la mitad – si no a la mayoría – de la población que no comulgaba con el credo independentista. Será necesario reconocer algún día el desgarro emocional que ello supuso para millones de ciudadanos que durante años contribuyeron decisivamente a levantar este país y a conquistar sus libertades. Al mismo tiempo, no es posible obviar que el PP, buscando votos en España a base de denostar a Catalunya y recurriendo a las cloacas del Estado contra el independentismo, no hizo sino exacerbar el conflicto.

            El “procés” no sólo ha supuesto una década perdida para Catalunya, cuyas amargas consecuencias constatamos en los déficits de servicios públicos e infraestructuras que arrastra el país. También ha dejado un pósito de amargura y resentimiento sobre el que empieza a florecer una extrema derecha ferozmente xenófoba, incardinada en la marea nacional populista que amenaza los cimientos de la construcción europea. Por eso no es posible ceder en modo alguno a las pretensiones retóricas del “volveremos a hacerlo”, ni ante la enésima reclamación de un referéndum que vuelva a reabrir la división del país. ¡Como si el brexit no nos hubiese aleccionado sobre la imposibilidad de resolver por vías plebiscitarias las complejas cuestiones que requieren reflexión, deliberación democrática y pacto! Ni cabe admitir tampoco la idea de que la amnistía sea una victoria del independentismo, como llega a avalar incluso una parte de la izquierda, representada por unos comunes que no acaban de encontrar su lugar en la nueva configuración política. No. La amnistía ha sido posible justamente porque la aventura rupturista fracasó, porque pertenece irremisiblemente al pasado. Amnistía quien puede. Y quien entiende que “el vencedor no tiene derecho a levantar la espada de la venganza, mientras que el vencido tiene derecho a reclamar la dignidad de una derrota honorable”. No se trata de reescribir la historia para enmascarar las responsabilidades que incumben a cada cual, ni de pretender un ajuste de cuentas, sino de sentar las bases de una salida esperanzadora.

            Y eso pasa hoy por un liderazgo socialista en la Generalitat. Porque, tras todo lo sucedido, es la única fuerza política que – bajo una u otra fórmula parlamentaria – puede vertebrar el anhelo de la sociedad catalana de mejorar el autogobierno y su financiación, de recuperar el tiempo perdido y de enfrentar los retos económicos, sociales y medioambientales que tiene el país en medio de una inquietante situación internacional. ¡Ojalá las próximas elecciones europeas, sin duda las más decisivas de la historia de la UE, contribuyan a decantar esa alternativa y ahorren una repetición electoral a una ciudadanía considerablemente cansada y necesitada de un gobierno que se ocupe de sus necesidades vitales! ¡Ojalá la alargada sombra del viejo Lincoln se proyectase por un momento sobre las venerables paredes del Parlament de Catalunya!

            Lluís Rabell

            2/06/2024

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