
Interesante reflexión la que nos brinda Thomas Piketty en las páginas de “Le Monde” acerca de una salida al cruento conflicto entre Israel y Palestina. Tras meses de una devastadora ofensiva militar israelí en Gaza que ha acarreado la muerte de decenas de miles de civiles palestinos, las tímidas protestas – cuando no la connivencia con la actuación del gobierno de Netanyahu – por parte de la mayoría de gobiernos occidentales claman al cielo. El daño que semejante actitud está causando a la democracia, a su credibilidad, es enorme.
¿Cómo poner freno a la masacre y a la “limpieza étnica”? ¿Cómo iniciar un movimiento efectivo hacia esa solución de los dos Estados que, formalmente, muchos admiten y unos pocos – con el gobierno de España en destacado lugar – querrían aproximar con el reconocimiento del Estado palestino? Desde luego, como señala Piketty, ante los poderosos intereses geoestratégicos en juego, no bastará con las protestas solidarias que surgen en los campus universitarios. Habrá que enlazar a los partidarios, a uno y otro lado, de una solución democrática. Y llegar a imprimir un giro en la política exterior de la Unión Europea y de Washington. La propia reelección de Biden está en juego a causa de su tibieza ante los desmanes de un gobierno israelí al que, a pesar de todo, sigue armando y financiando. El conflicto Israel-Palestina no sólo interpela moralmente a la conciencia democrática de las naciones, sino que encuentra eco y correspondencia en las contradicciones de nuestras sociedades. En su seno, pervive un antisemitismo latente y nunca del todo extirpado. La memoria de la Shoah va desdibujándose en los nuevos contextos. Al mismo tiempo, el temor hacia los nuevos movimientos migratorios – y, singularmente, hacia los musulmanes – es exacerbado y explotado por una extrema derecha peligrosamente influyente ya, capaz de condicionar el estado de ánimo de amplias capas de la población y las políticas públicas de los Estados. Efectivamente, “lo que se dirime es la posibilidad de convivir, más allá de los orígenes de cada cual”. En Israel-Palestina. Y al cabo, también aquí.
Lluís Rabell (12-05-2024)
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Una solución de dos Estados, ¿podría aún ver la luz en Israel-Palestina? ¿En qué condiciones sería viable esa perspectiva? Empecemos con una nota de optimismo: en Israel al igual que en Palestina existen numerosos movimientos ciudadanos por la paz que defienden con tenacidad e imaginación soluciones pacíficas y democráticas. Desgraciadamente, esos grupos son minoritarios. Sin un potente apoyo exterior tienen pocas posibilidades de salir adelante.
Para superar el impasse, urge que la Unión Europea y Estados Unidos, que absorben entre los dos cerca del 70% de las exportaciones israelís, pongan sus actos en concordancia con sus discursos. Si los gobiernos occidentales apoyan verdaderamente la solución de los dos Estados, entonces deben imponer sanciones al gobierno israelí, que pisotea abiertamente cualquier perspectiva pacífica prosiguiendo con la colonización y la represión y oponiéndose al reconocimiento del Estado palestino.
En concreto, debe cesar la ayuda militar. Y, sobre todo, Estados Unidos y Europa deben golpear en la cartera a Netanyahu y a sus aliados. Eso pasa por el establecimiento de sanciones comerciales y financieras hasta alcanzar gradualmente montantes disuasivos. El boicot universitario evocado en las facultades no bastará y podría incluso revelarse contraproducente: generalmente, es en los campus donde se encuentran los principales oponentes a la derecha israelí, quien en muchas ocasiones estará encantada de debilitar esa contestación y aislarla del exterior. Al mismo tiempo que esas sanciones contra Israel, Europa y Estados Unidos deben instaurar sanciones implacables y disuasorias contra Hamás y sus apoyos externos, así como reforzar de manera decisiva a las organizaciones palestinas representativas y democráticas.
Volver a lo esencial
Esa importante implicación exterior, que idealmente debería reagrupar a los países occidentales y a una coalición de países del Sur, resulta tanto más indispensable cuanto que ninguna solución basada en la existencia de dos Estados podrá ver la luz sin una estructura confederal sólida – una suerte de unión israelí-palestina similar a la Unión Europea por cuanto se refiere a los Estados europeos – que encuadre a los dos Estados y garantice un cierto número de derechos fundamentales. Los dos territorios y poblaciones están en efecto profundamente imbricados, debido a la amplitud de la colonización judía en Cisjordania, a la importancia de los trabajadores palestinos que ejercen su actividad en Israel y mantienen lazos familiares con los árabes israelís, y por causa de la discontinuidad de los territorios palestinos. Para empezar, la unión palestino-israelí debería garantizar la libre circulación y establecer un umbral mínimo de derechos sociales y políticos para los israelís que residieran o trabajasen en Palestina así como para los palestinos que hiciesen lo propio en Israel. Uno de los proyectos más avanzados en ese sentido es el desarrollado por el notable movimiento ciudadano israelí-palestino A Land for All, con demasiada frecuencia ignorado en el extranjero.
Al cabo, esa estructura confederal podría convertirse en un verdadero Estado binacional israelí-palestino que tratase del mismo modo a todos sus ciudadanos, independientemente de sus orígenes, creencias o religiones. Pero, para que un proceso de tales características pueda iniciarse, resulta indispensable una presión exterior extremadamente fuerte, completada por importantes recursos financieros y una fuerza multinacional que haga respetar el acuerdo, desarmando a Hamás y a los grupos extremistas de ambos lados.
Los desafíos pueden parecer inmensos, pero ¿cuál es la alternativa? ¿Acaso esperar de brazos cruzados que la matanza de civiles palestinos alcance la cifra de 40.000 muertos, y luego de 50.000 o de 100.000 víctimas? La inacción occidental acaba teniendo un coste moral y político exorbitante. Esa pasividad se explica ante todo por el ensimismamiento de las sociedades europeas y americana, demasiado preocupadas por sus propios desgarros internos como para ocuparse de buscar soluciones constructivas en Israel-Palestina. Por supuesto, un viejo fondo de antisemitismo, nunca apagado del todo y siempre susceptible de volver a inflamarse, basado en la ignorancia y el desconocimiento del otro. Se acusa a cada judío de complicidad con los generales israelís, tan estúpidamente como se considera a cualquier musulmán sospechoso de complicidad con los jihadistas.
Pero tenemos también, y eso es algo más reciente, una vergonzosa instrumentalización de la lucha contra el antisemitismo. Desde la derecha y ahora también desde el centro, las movilizaciones a favor de Palestina son inmediatamente tachadas de antisemitismo – incluso por boca de notorios antisemitas – y asociadas a un islamo-izquierdismo imaginario, sin atender a la realidad de los discursos y las propuestas. Es evidente que, en ambos campos, hay provocadores dispuestos a jugar con fuego, pero siempre es posible desmarcarse claramente de ellos y volver a lo esencial. Desgraciadamente, el miedo (por no decir el odio) hacia el islam y los musulmanes europeos parece bloquear cualquier reflexión serena. La acusación de antisemitismo permite darse buena conciencia al tiempo que se cierran los ojos ante las masacres en curso.
En Estados Unidos, la minoría musulmana es menos importante que en Europa, pero los reflejos políticos son los mismos, con el agravante de una movilización mesiánica y medio delirante de los cristianos evangelistas a favor de Israel. En sentido contrario, una fuerte proporción de estudiantes judíos y de judíos laicos se movilizan en defensa de los derechos palestinos. Ese es el principal motivo de esperanza: a ambos lados del Atlántico, la juventud desconfía de las viejas categorías y de los nuevos odios. Se da cuenta de que lo que se dirime en Israel-Palestina es la posibilidad de vivir juntos más allá de los orígenes de cada cual. Hay que apostar por esa esperanza para construir el futuro.
Thomas Piketty
(“Le Monde”, 12-13/05/2024)
Traducción: Lluís Rabell