Alegato en defensa de la democracia

       “Señor Presidente, Señoras y Señores diputados, tengo el honor, en nombre del gobierno de la República, de solicitar a la Asamblea Nacional la abolición de la pena de muerte en Francia”. Era el 17 de septiembre de 1981. Con estas palabras iniciaba su histórico discurso Robert Badinter, ministro de justicia de François Mitterrand. El que fuera brillante abogado y jurista, presidente del Consejo Constitucional y senador, acaba de fallecer en París a la avanzada edad de 95 años. La dilatada carrera de Robert Badinter podría, sin embargo, condensarse en aquel momento. Hoy, la evocación de su memoria y de aquellas circunstancias arroja una luz cruda sobre las amenazas que envuelven a las democracias liberales.

            La abolición de la pena capital era un compromiso electoral progresista. Pero, incluso tras una victoria como la que obtuvo aquel año la Unión de la Izquierda, no resultaba sencillo mantenerla. La idea no era en absoluto popular. No poca gente seguía creyendo en el efecto disuasorio de la pena de muerte y la derecha anunciaba una relajación de la justicia ante los peores delincuentes. Era necesario alguien con una profunda convicción y firmeza de carácter para mantener el rumbo. Robert Badinter, el ministro más odiado, amenazado y vilipendiado de Francia, reunía las características necesarias para cumplir con esa misión, a la vez que encarnaba toda una tradición de la izquierda. Su biografía le predisponía para ello. Badinter era hijo de refugiados judíos, originarios de Besarabia (la actual Moldavia), a la sazón territorio del inmenso imperio zarista. Para esa emigración, la adhesión a la República y a los valores que Francia proyectaba sobre el mundo significaba mucho más que el agradecimiento a una tierra de acogida: la ciudadanía era el acceso a la dignidad, era la emancipación que hacía de un judío el igual de cualquier otro hombre. Esa impronta cinceló su identidad. La familia padeció cruelmente la ocupación alemana y el régimen de Vichy. Muchos de sus miembros, incluido el propio padre de Robert Badinter, fueron deportados y perecieron en los campos de exterminio. Robert, adolescente, escapó por poco a la Gestapo y sobrevivió gracias a la solidaridad de las buenas gentes que lo ocultaron.

            En su vibrante alegato, pronunciado desde la tribuna parlamentaria, resonaban los ecos de un combate secular, de una larga marcha en pos de la dignidad humana. “Cerca de dos siglos han transcurrido ya desde que, en la primera asamblea parlamentaria que conoció Francia, Lepeletier de Saint-Fargeau pidiese la abolición de la pena capital. Era en 1791. Contemplo el camino que ha seguido Francia desde entonces. Francia es grande, pero no solo por su poderío, sino – mucho más allá – por el resplandor de las ideas, de las causas, de la generosidad que la han movido en los momentos privilegiados de su historia. Francia es grande porque fue la primera en Europa que abolió la tortura a pesar de las mentes precavidas que advertían que, si no podía recurrir a la tortura, la justicia francesa quedaría desarmada y los buenos ciudadanos se hallarían indefensos ante los criminales. Francia se ha contado entre los primeros países del mundo que abolieron la esclavitud, ese crimen que todavía sigue deshonrando a la humanidad. Ocurre, sin embargo, que Francia, a pesar de muchos y valientes esfuerzos, será uno de los últimos países, casi el último – y bajo la voz para decirlo – de Europa occidental, donde ha sido tantas veces antorcha y referente, en abolir la pena de muerte”.

            La izquierda, que no siempre ha sabido estar a la altura de las expectativas de cambio que había suscitado, sí lo hizo en aquella ocasión. “Si consideramos la historia de nuestro país, observaremos que la abolición, como tal, ha sido siempre una de las grandes causas de la izquierda francesa. Y cuando digo izquierda, me refiero a las fuerzas del cambio, a las fuerzas del progreso, a veces a las fuerzas de la revolución, aquellas que, en cualquier caso, hacen que la historia avance”. Era la reivindicación de una arraigada cultura política. Pero también la afirmación de su proyección universal. “Debo recordar, pues manifiestamente el eco de sus palabras no se ha apagado en ustedes, la frase que pronunció Jean Jaurès: ‘La pena de muerte es contraria a lo más alto y a lo más noble que la humanidad ha pensado y soñado desde hace dos mil años. Es a la vez contraria al cristianismo y al espíritu de la Revolución’”.

            Nada sería más erróneo que considerar el recuerdo de aquella sesión parlamentaria que Robert Badinter marcó con su oratoria – “Mañana, gracias a ustedes, la justicia francesa dejará de ser una justicia que mata” -, como una curiosidad histórica o un ejercicio de nostalgia. En primer lugar, porque se trataba, y sigue tratándose, de una pugna civilizatoria no resuelta. En un momento en que las pulsiones populistas amenazan la democracia, es vital entender cuáles son los anclajes de un Estado de Derecho. Sus leyes y principios resultan de procesos, avances culturales y lentas maduraciones sociales que no pueden ser anulados por estados de ánimo episódicos de la opinión pública, cuestionados a golpe de plebiscito. Pero, el populismo, hoy en ascenso, exacerba la emoción para anular la deliberación, desestimando la razón y la evidencia. Justamente lo que el abogado Badinter reivindicaba frente a los prejuicios y la ignorancia. Visto en perspectiva, el debate de 1981 anticipaba los dilemas a los que nos enfrentamos. Ante la conmoción que pudiera causar entre la población un terrible acontecimiento, un crimen horrendo, una acción terrorista, la tentación de recurrir a un “castigo ejemplar” – recuperando la pena capital o suspendiendo el respeto de los derechos humanos -, nos remitiría al fracaso de la humanidad en la lucha que libra desde siempre contra sus propios demonios y pondría en tela de juicio los fundamentos de la sociedad democrática. “Eso significaría, simplemente, que la ley del talión seguiría siendo, a través de los milenios, la ley necesaria y única de la justicia humana. Sin embargo, todo progreso histórico de la justicia se ha basado en la superación de la venganza privada. ¿Cómo podríamos rebasarla si no empezásemos por rechazar a ley del talión?”.

            Robert Badinter era un gran admirador de la justicia americana. O, mejor dicho, de su fuerte incidencia en la vida social y política del país, de su capacidad para contrarrestar los abusos y tentaciones autoritarias del poder. En su alegato contra la pena de muerte, no podía dejar de traslucir esa confianza, apuntando a una dimensión poco evocada de la cuestión: el racismo. “Escondido, agazapado en el corazón mismo de la justicia de eliminación, acecha un racismo secreto. Si, en 1972, la Corte Suprema de los Estados Unidos se inclinó a favor de la abolición, fue esencialmente porque constató que el 60% de los condenados a muerte eran negros, cuando éstos apenas representaban el 12% de la población del país”. Desde luego, las cosas han cambiado desde entonces – y no para mejor – en ese tribunal, hoy proclive a avalar la carrera de Donald Trump hacia la Casa Blanca a pesar de las numerosas causas que pesan sobre él… y a pesar de haber jaleado, ante los ojos de toda la nación, una insurrección armada contra el Capitolio. Allí, el poder político ha minado en profundidad la independencia de la magistratura. Pero, intentos de subyugar la separación de poderes o pervertir los equilibrios en que se basa la democracia representativa se están dando, de modo alarmante, en muchas partes. En Francia, sin ir más lejos, el gobierno de Emanuel Macron llevó hace unas semanas a votación de la Asamblea Nacional una ley de inmigración que el propio ejecutivo consideraba inconstitucional. Robert Badinter, que fue el presidente del Consejo responsable de dictaminar la conformidad de las leyes con el ordenamiento jurídico vigente, acuñó en su día una frase asesina que parece pensada para la circunstancia: “Una mala ley no es necesariamente inconstitucional. Pero una ley inconstitucional es necesariamente mala”.

            Con la muerte de Robert Badinter desaparece un gran abogado de la democracia en un momento incierto acerca de su futuro. El recuerdo de su alegato contrasta con la mediocridad intelectual, política y moral que invade la vida parlamentaria en las viejas naciones democráticas. Si la izquierda no quiere verse arrastrada por esa atmósfera deletérea, debería retomar el hilo de una tradición y unos hitos en los que dio lo mejor de sí misma.

            Lluís Rabell

            11/02/2024

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