La Europa de los tractores

       Los tractores cercan las capitales europeas. Y Bruselas, asustada, responde a las protestas agrarias recogiendo velas: poniendo sordina a sus pretensiones de reducción del uso de pesticidas y, de hecho, a la idea que se hacía de una transición ecológica. La decisión, dictada por el momento político – las elecciones europeas están a la vuelta de la esquina – era previsible. El gobierno francés ya se había adelantado hace unos días en ese sentido, desactivando las marchas que pretendían confluir sobre París. A nadie se le oculta el inmenso impacto que siempre tienen sobre la opinión pública las sacudidas del sector primario, vital para todas las naciones. Ni escapa tampoco a ningún observador que la derecha y la extrema derecha pugnan por cabalgar la desazón del campo para hacerse con gobiernos y trastocar en profundidad la agenda europea.

            Las cesiones y promesas puede que calmen momentáneamente los ánimos. Pero, no resuelven el problema de fondo. Ni siquiera son un verdadero tiempo muerto, propicio a la reflexión. En realidad, con la línea de abordaje que se está adoptando, se legitima el discurso de la extrema derecha respecto a la transición ecológica, acelerando una degradación medioambiental de consecuencias irreversibles, amplificando los efectos ya manifiestos del cambio climático. Es ilustrativo leer al respecto el artículo de Stéphane Foucart sobre el “rearme químico” del campo, recientemente publicado por “Le Monde”, que reproducimos a continuación.

            Más allá de los avatares de la próxima contienda electoral y de quién obtenga determinados réditos políticos, las marchas de los tractores sitúan a Europa ante una auténtica encrucijada. Los editoriales de los principales rotativos imploran que se halle el modo de conciliar intereses económicos y requerimientos ecológicos. Pero la simple enumeración de los problemas que convergen en la crisis poco invita al optimismo. “La renta agraria ha bajado en Europa, y especialmente en España, en los últimos años – escribe “La Vanguardia” del 7/02/2024. El aumento del coste de los combustibles, de los productos fitosanitarios y de la mano de obra se contrapone con unos ingresos cada vez más ajustados por la fuerte presión a la baja en los precios agrarios en origen que ejercen los grandes compradores, como son las cadenas de distribución alimentaria y los intermediarios. Ello se suma a la competencia que hacen las importaciones agrarias de terceros países…”.

            Los gobiernos y la UE gestionaran como puedan cada episodio de esta crisis. Es imposible predecir su concatenación, aunque ya apreciamos una neta aceleración de los tiempos. Pero, la izquierda debería acertar en el diagnóstico y ser valiente llamando a las cosas por su nombre. A lo que asistimos es al colapso de la lógica de acumulación capitalista en el campo. Llegamos al final de una época. Tras la segunda guerra mundial, cundió la idea de un dominio tecnológico de la agricultura, capaz de doblegar a la naturaleza y someter sus ciclos a las exigencias humanas – identificadas con las dinámicas de expansión mercantil. En Europa, esa lógica estaba ya presente en el Tratado de Roma de 1957 y se perpetuó en los tratados de libre comercio. Ese régimen se benefició, escribe el geógrafo e investigador Aurélien Gabriel Cohen (“Le Monde”, 4-5/02/2024), “de la estabilización agro-técnica de la producción agrícola, en particular merced al uso masivo de abonos químicos y pesticidas sintéticos, para acometer la desregulación liberal de esta franja de la economía”. La crisis actual revela el conflicto insalvable entre “el dominio de la vida y la apertura a la competencia capitalista”. Por un lado, la productividad del sector agrícola va a la baja y, por otro, los impactos de una explotación intensiva están generando una contaminación que destruye ecosistemas a marchas forzadas y amenaza literalmente la salud pública de países enteros.

A pesar de esa situación, la lógica mercantil prescribe una huida hacia adelante: más pesticidas y abonos, mayor concentración de la propiedad, monocultivos, una producción pilotada desde los circuitos de distribución mundial por encima de lo que sus exigencias representen como violencia sobre la naturaleza… y un proceso de “despersonalización” de la propiedad agraria, llamada a recaer en fondos inversores de grandes corporaciones. La globalización indujo las empresas sin fabricas en las antiguas metrópolis industriales. Con unas consecuencias infinitamente más devastadoras e irreparables, el capitalismo empuja hacia una agricultura sin campesinos. El número de explotaciones agrícolas sigue cayendo en picado. Las pequeñas explotaciones penan por sobrevivir. Alrededor del 80% de su volumen de negocio se va “por arriba” – en la adquisición de maquinaria, productos fitosanitarios, carburantes… – y “por abajo”, en la comercialización de sus productos bajo las asfixiantes condiciones de la industria agroalimentaria y sus circuitos de intermediación. Quienes sobreviven no son aquellos que producen más, sino quienes logran mantener unos márgenes elementales de supervivencia. Pero, con todo ello, subraya Cohen“una agricultura masivamente ecológica no es posible bajo este régimen de precariedad modernizador. Eso es lo que expresan las manifestaciones de estas últimas semanas: no se les puede pedir a los agricultores que cuiden de los cercados y, al mismo tiempo, que mantengan los precios bajos para la gran distribución, que reduzcan los pesticidas y afronten la competencia internacional, cuando apenas llegan a pagarse el salario mínimo”.

Se impone un cambio de modelo. Sería ilusorio imaginar una transición suave, solventada a base de amistosas conversaciones. La transición ecológica no es optativa para nuestras sociedades. No lo es para la democracia. Pero será uno de los más intensos y poliédricos períodos de la historia que haya conocido la lucha de clases. La izquierda debe saber con qué horizonte, métodos y aliados quiere afrontar ese trance. Y debe saber que, muy probablemente, sea en ese sector primario de la economía donde se plantearán las disyuntivas de modo más crudo e inapelable. En el fondo, la agenda del cambio agroecológico debería concebirse como un proceso tenaz de arrinconamiento y progresivo “destierro” del capitalismo agrario, sustituyendo las pautas neoliberales, que llevan al límite la violencia contra la vida, por una producción agrícola adaptada a sus inapelables imperativos, diversificada, acorde con los ciclos de la naturaleza y regeneradora de ecosistemas, que acuda a formas de explotación cooperativa y flexible y a una distribución basada en los circuitos cortos y la proximidad.

Desde luego, no será fácil extraerse de los dictados sistémicos para abrazar un nuevo paradigma. Será necesario imaginar un amplio abanico de políticas públicas, concertadas a nivel europeo, y emprender un giro. De un modo u otro, las ayudas agrarias siguen beneficiando mayormente a los propietarios de grandes extensiones de tierra, favoreciendo las perniciosas tendencias que justamente se trata de revertir. Habrá que proteger atoda costa la pequeña y mediana explotación agrícola, sobre la que pivotará de modo decisivo el giro hacia la producción ecológica y la sostenibilidad. Y eso implicará audacia, imaginación… y firmeza frente a poderosos lobby. Será vital que las ayudas atiendan a los niveles de renta y también que sean orientativas de la transición que se persigue. Eso querrá decir presupuestos, líneas de crédito… y organismos de concertación de proximidad entre los poderes públicos, los productores y los actores sociales concernidos. Cohen se aventura incluso a hablar de una “seguridad social de la alimentación (…), inspirada en el proyecto revolucionario y autogestionario de la seguridad social de los cuidados de 1946”. Llamémoslo así o no, la izquierda va a tener que perder el miedo a las palabras. Si ella no lidera el cambio de perspectiva en Europa, ¿quién lo hará en momentos como éstos? Habrá que perder también algunos complejos y sacrificar los dogmas sobre el libre comercio. Cuando menos, declinarlos con inteligencia. La apertura a producciones no astringidas a reglamentaciones medioambientales y sociales similares a las nuestras es insostenible. Causa injusticia allí y aquí. Los tratados deben ser de exigencia recíproca. La agricultura europea debe formatearse sobre el terreno y pilotarse desde Bruselas, no desde los consejos de administración de los gigantes agroindustriales. Del mismo modo, ya sea por vía de fiscalidad o de reglamentación sobre la distribución, habrá de asegurar que los productores reciban precios justos, mientras van desarrollándose circuitos de proximidad y vías más sostenibles de acceso al consumidor. Si se quiere reconducir el desastre al que podríamos vernos abocados, será necesario igualmente un mayor intervencionismo público y social en la gestión de la tierra y en el acceso a su explotación, e incluso a la propiedad. Habrá que poner coto a la concentración agraria, crear bancos públicos de tierra para atraer nuevos agricultores a una forma de vida dignificada… Habrá que disponer de fondos para sostener períodos de barbecho; deberemos orientar, a través de la deliberación democrática, nuevas prácticas, ensayar nuevos cultivos adaptados a las actuales condiciones climatológicas o recuperar otros, tradicionales, que nunca debieron ser abandonados… El desafío es colosal.

Nada de eso resultará de la espontaneidad, de la acción de las leyes del mercado, ni de la racionalidad de los argumentos que podamos blandir. No “reverdeceremos” amigablemente al capitalismo. Su poderosa lógica de acumulación busca una expresión en las crisis que atraviesan las naciones democráticas y en las contradicciones que hoy atenazan la construcción europea. Y esa lógica puede perfectamente enrolar el miedo a la ruina, teñirse de negacionismo y hallar su adalid en la extrema derecha. (Alzando la bandera del populismo antiecológico y el repliegue nacional… al tiempo que desarma al campo frente a los vientos asoladores de los mercados). Urge tomar conciencia de lo mucho que hay en juego. La Europa de los tractores nos convoca a una cita con la historia a la que no podemos sustraernos.

Lluís Rabell

7/02/2024  

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El rearme químico de la agricultura

       La aparición y la difusión relámpago de algunas palabras, capaces de cincelar de golpe el debate público, es algo fascinante. El vocabulario marcial irrumpió súbitamente el 31 de diciembre de 2023 en el discurso presidencial. Y, desde entonces, ha sido incansablemente comentado, repercutido, retomado, repetido y, sobre todo, recalentado hasta la indigestión por los miembros del gobierno: hay que rearmarse. El rearme y las armas se han convertido en algunas semanas en la métrica de todas las cosas: “Rearme demográfico”, “rearme cívico”, “rearme moral”, “rearme de los servicios públicos”. En el contexto de una propagación acelerada – y bastante inquietante – de esa terminología guerrera, el primer ministro, Gabriel Attal, y el ministro de agricultura, Marc Fesneau, anunciaron el pasado jueves 1 de febrero el inicio de grandes maniobras destinadas al “rearme agrícola”.

            Si “rearme agrícola” hay, se trata sobre todo de un “rearme químico” de la agricultura. Cuando la infertilidad y las enfermedades crónicas afectan de modo creciente al conjunto de la población, en un momento en que alrededor de un tercio de los hogares franceses recibe en el grifo de su casa un agua no conforme con los criterios de calidad exigidos a causa de los metabolitos de pesticidas, cuando más del 80% de la biomasa de insectos volantes y el 60% de los pájaros campestres han desaparecido durante los últimos cuarenta años, podemos imaginar la risa nerviosa de hipotéticos historiadores que, dentro de unas décadas, traten de describir – y sobre todo entender – la lógica de cuanto está ocurriendo estos días.

El fin de una ambición

          De entrada, el plan Ecophyto queda en suspenso, mientras “se establece un nuevo indicador”, como a declarado el primer ministro. Bajo una apariencia benigna, ese anuncio firma en realidad la sentencia de muerte del plan destinado a reducir el uso de pesticidas en Francia. Pero, qué importa, podría objetarse, puesto que el plan Ecophyto, desde su lanzamiento en 2008, ha fracasado, nunca ha logrado alcanzar sus objetivos. No es tan sencillo. En primer lugar, a pesar de su relativa ineficiencia, el plan encarnaba una voluntad compartida de reducir la presión de los pesticidas sobre el entorno natural, así como su impacto sobre la salud. Pero, además, el plan se apoyaba sobre un indicador estable – el NODU, referido al número de dosis utilizadas de cada producto fitosanitario -, que reflejaba la realidad del uso de los mismos y su evolución a lo largo del tiempo.

            Se trata de una cuestión mucho más importante y sutil de lo que parece. No resulta difícil de entender. Imaginemos un indicador vinculado principalmente a la cantidad global de los distintos productos utilizados en las parcelas agrícolas. Si sustituimos diez kilos de DDT (un insecticida organoclorado) diseminados sobre un campo de cultivo por un kilo de imidacloprid (un insecticida neonicotinoide) esparcido sobre la misma superficie, nuestro indicador nos dirá que hemos rebajado el recurso a los insecticidas en un 90%. Eso nos llenará de satisfacción y podremos anunciar ese resultado sin temor a recibir un desmentido. Pero esa disminución del 90% correspondería en realidad a una incremento de los daños causados a los polinizadores del orden del 80.000 %, puesto que un solo gramo de imidacloprid puede matar a tantas abejas como ocho kilos de DDT. Así pues, no cabe duda de que el desmantelamiento del NODU y el diseño de un nuevo indicador al uso – con el amable concurso de los sindicatos agrícolas productivistas – significaría la muerte del plan Ecophyto, y con ella el fin de una ambición.

Tutela política  

          En ese plan de “rearme químico” de la agricultura francesa hay, sin embargo, algo más inquietante que la destrucción del termómetro. Están las presiones sobre quienes tienen el encargo de leerlo e interpretarlo en el seno de las instituciones públicas. Gabriel Attal ha puesto en cuestión, sin nombrarla siquiera, a la Agencia nacional de seguridad sanitaria de la alimentación, del medio ambiente y del trabajo (Anses), encargada de evaluar los riesgos sanitarios y medioambientales de los pesticidas, concediéndoles – o retirándoles – la autorización requerida para ser comercializados. El primer ministro ha anunciado de facto su voluntad de situar a la agencia – culpable a su parecer de prohibir moléculas en Francia antes de lo sean en la Unión Europea – bajo una suerte de tutela política.

            Para Dominique Potier, agricultor de oficio y diputado socialista de Meurthe-et-Moselle, portavoz de la comisión de investigación sobre los pesticidas reunida en 2023, se trata “de un retroceso del Estado de Derecho”. “En una democracia, el cuestionamiento por parte del poder político de una autoridad científica constituida no es un acto banal”, dice a “Le Monde” este electo poco dado a las exageraciones y vociferaciones del hemiciclo. Es un momento de inflexión”.

            Por supuesto, la opinión experta puede – y debe – ser constantemente interrogada acerca del rigor de su procedimiento, de su independencia o de su criterio al tomar en cuenta tal o cual elemento de juicio por encima de otros. Pero debe serlo en base a los instrumentos intelectuales de la disputatio sabia. Y, por supuesto, la imposición política no forma parte de ella. La voluntad de control de la ciencia y del conocimiento experto constituye un rasgo de los regímenes cesaristas o tentados de autoritarismo. Recordemos que, entre las primeras decisiones adoptadas por Donald Trump a su llegada a la presidencia de los Estados Unidos, figuraba la toma del control de la Agencia federal americana para la protección del medio ambiente (EPA) y su puesta bajo la tutela del poder.

            El “rearme químico” de la agricultura francesa y sus modalidades no se limitan, pues, a una catástrofe medioambiental y sanitaria cuyos efectos serán irreversibles a corto o medio plazo. Se inscriben, al igual que la cuestión migratoria, en un movimiento de ratificación cultural de la extrema derecha: ¿de verdad se trata de una buena idea?

            Stéphane Foucart

            “Le Monde”, 4-5/02/2024

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