La inmigración, debate pendiente en la izquierda

       Cada día que pasa, vamos tomando consciencia de la trascendencia de las elecciones europeas del próximo mes de junio. El rumbo de la construcción europea está en disputa en medio de una profunda crisis del orden global. La guerra se ha enquistado en Ucrania, desangra al pueblo palestino y amenaza con incendiar Oriente Medio. La reelección de Trump es una hipótesis verosímil. Y eso supondría un refrendo mundial para el nacional-populismo, lanzado al asalto de las democracias liberales. La “operación especial” de Putin es, en última instancia, un choque gran-ruso con el proyecto integrador europeo.

            Pedro, si las amenazas son tales no es debido a conspicuas conspiraciones reaccionarias. Lo esencial ocurre a plena luz del día. Hay una reconfiguración del capitalismo mundial y una tensa redefinición de las hegemonías y las relaciones geoestratégicas. Y nuestras sociedades se ven tensionadas en medio de una desazón general. En el horizonte, se vislumbra angustiosamente el crescendo bélico, el avance del cambio climático y la decadencia de las clases medias, mucho más que la posibilidad de un futuro mejor. El cambio de perspectiva, el paso del miedo a la esperanza, depende ante todo de la propuesta de un proyecto creíble para Europa, de un proyecto federal capaz de aunar sus enormes potencialidades. Hoy por hoy, con unas fuerzas conservadoras ampliamente capturadas por el discurso del repliegue nacional de la extrema derecha, esa responsabilidad incumbe ante todo a la izquierda. Y, si hay que apurar más aún, depende – cuando menos en lo inmediato – de la capacidad de la socialdemocracia para sobreponerse a ciertos fracasos y a notorias torpezas, algunas muy recientes, y dar un paso al frente.

            Porque, reconozcámoslo, si la extrema derecha ha dejado de ser marginal y llega a los gobiernos, es en gran medida porque la izquierda no ha hecho las cosas bien, porque ha rehuido batallas y terrenos de disputa donde otrora había sido fuerte. La extrema derecha ha captado la ira de los perdedores de la globalización y ha formateado sus miedos, mientras la izquierda tendía a sermonearlos desde la superioridad intelectual de las élites ilustradas – curiosamente, un genuino producto del ascenso social propiciado por el hoy menguante Estado del Bienestar, de matriz socialdemócrata. La cuestión de la emigración ha sido, es – y sin duda será – uno de los terrenos más decisivos. Por ahí es por donde la izquierda ha perdido más fuelle en Europa. Y en la respuesta a ese desafío es donde más nos jugamos. El tema estará en el corazón de muchos comicios: europeos, nacionales e incluso autonómicos. (Sin ir más lejos, la derecha independentista catalana, que proclamaba su voluntad “acogedora” durante el “procés”, se siente tentada de explorar los réditos del discurso antiinmigración y el miedo a un “gran reemplazo”. Refuerzo de una identidad mítica y amenazada… para aglutinar una base social frustrada tras el fracaso de un viaje a ninguna parte).

            Tiene mucha razón el profesor y ensayista Josep Burgaya, compañero de Federalistes d’Esquerres, cuando urge a la izquierda a abrir sin temor una discusión por demasiado tiempo diferida, ciertamente compleja, pero insoslayable. (“Immigració: ni tabús ni estigmes”. Ara. 30/01/2024) Necesitamos declinar una política migratoria clara. Y necesitaríamos que fuese una política europea. La evolución demográfica de las viejas naciones industriales hace que, en el curso de las próximas décadas, se necesite el aporte humano de unos cincuenta millones de personas – que sólo pueden asegurar los flujos migratorios – para mantener la capacidad productiva de Europa y sus avances sociales. Eso es lo primero que hay que saber y decir.

            Resultará vital tratar de gobernar ese proceso, para que sea lo más ordenado posible. Como señala igualmente Burgaya, el problema reside menos en la capacidad de integración cultural de las sociedades democráticas que en las condiciones materiales de la acogida, atenuando previsibles tensiones sociales. La política exterior europea deviene en ese sentido fundamental. Lo ideal, para garantizar los derechos y la seguridad de los migrantes, sería la contratación en origen. Del mismo modo, que la cooperación, el comercio justo, las ayudas al desarrollo de los países emisores, la contribución a la justicia climática – así como una diplomacia común pacifista –, generando oportunidades, contendrían los movimientos más desesperados. Aún así, hay ya demasiados y poderosos factores – guerras, hambrunas, desertificación… – actuando. Una oleada migratoria de fondo está en marcha y no se detendrá. Migración económica y demandas de asilo. Se trata de gestionarlo todo de la manera más humana y respetuosa. La externalización de las fronteras no evitará las tragedias. Europa no puede desmentir con los hechos los valores que proclama sin acabar por pagarlo muy caro. Pero hay que actuar también de modo realista. Y no va a ser fácil compaginar todos los aspectos de la cuestión. Cuanto más desordenadas sean las llegadas, más fácilmente serán absorbidas por sectores económicos de escaso valor añadido, que basan su modelo de negocio en la explotación de una mano de obra desprotegida. Eso no sólo es injusto para los extranjeros, sino que favorece una percepción negativa por parte de los trabajadores autóctonos – que podría agravarse en los próximos tiempos, sobre todo si hay fuerzas políticas con altavoces institucionales y terminales mediáticas que se dedican a azuzar el miedo.

            Sabemos – y podemos demostrar, cifras en mano – que la inmigración aporta al cabo mucho más de lo que demanda en materia de prestaciones. Sin su contribución, la Seguridad Social difícilmente podría presentar las cuentas que hoy exhibe. Pero no ignoremos las tensiones que pueden aparecer ante los zarpazos de la precariedad, la condensación de la pobreza en terminadas zonas urbanas y la crisis habitacional. El espíritu solidario y la fraternidad que promueven las entidades sociales puede verse desbordado por la intolerancia, si llega el momento de acceder a determinados servicios, becas o prestaciones… y los ingresos de un familia trabajadora se salen por poco del baremo correspondiente, mientras que otra, apenas más pobre, logra esos beneficios. El color de la piel puede volverse muy visible.

            Durante demasiado tiempo, la izquierda – socialista y alternativa – ha preferido ignorar ese extremo. En España, las dimensiones de la inmigración extranjera – que sólo ha alcanzado proporciones importantes en las últimas décadas – han permitido que eso fuera así. Se ha ido reformulando una Ley de Extranjería, objeto de críticas fundadas, pero que también ha amparado distintos procesos de regularización, en particular bajo gobiernos del PSOE. Pero pronto no bastará ya con eso. La izquierda tendrá que proponerle un relato coherente a la sociedad, una proyección de país, si no quiere dejar la iniciativa a la extrema derecha. Por supuesto, no cabe achantarse ante su agitación xenófoba y la excitación del miedo. Pero no bastará con desmentir bulos. Porque tampoco cabe ignorar la dura situación de la clase trabajadora, de los barrios más desfavorecidos. Y aún menos pretender acallar su inquietud invocando el racismo. Si la tensión se torna insoportable, el viraje en sentido contrario puede ser muy brusco y nada acorde con los valores tradicionales de la izquierda. En Inglaterra, el Labor no se atreve a renegar del brexit por miedo a la reacción del viejo electorado obrero que se dejó seducir por la ilusión de un retorno al pasado merced al cierre de fronteras. Y en Alemania, Die Linke bordea el abismo a causa de la escisión liderada por la carismática diputada Sahra Wagenknecht, que rechaza el “buenismo” de esa formación radical, pero cuyo discurso no está nada claro en qué se distinguirá del de Alianza por Alemania – a la que pretende disputar el voto popular. Aquí y allá, la izquierda alternativa se ha embebido mucho de política identitaria y posmodernidad, y ha quedado muy debilitada. Conserva menos lazos que la socialdemocracia con la tradición materialista ilustrada, a la que hay que recurrir para reencontrar un camino transitable. En el escenario que se avecina, nada sería más erróneo que abordar la cuestión de la inmigración bajo el prisma étnico o de comunidades religiosas – lo cual no quiere decir que se maltrate el derecho al culto o las manifestaciones culturales propias de los recién llegados. Pero la izquierda necesita ante todo hablar un lenguaje social y de derechos, de integración ciudadana democrática. El comunitarismo nos debilita y da alas a la fragmentación de las poblaciones. Sobre la incomunicación, la desconfianza y la ausencia de códigos compartidos de ciudadanía agita sus banderas de resentimiento la extrema derecha.

            Por lo pronto, la discusión – en términos políticos, no estériles y moralizadores – empieza a aflorar en el seno del socialismo. A ello se refiere el artículo, recientemente publicado por “Le Monde”, que recogemos a continuación. Ojalá la reflexión se extienda y desemboque en un rearme político de la izquierda. El tiempo apremia.

            Lluís Rabell

            31/01/2024

 La lección de Jaurès a la izquierda

       “No existe problema más grave que el de la mano de obra extranjera”, escribía Jean Jaurès en primera página de L’Humanité el 28 de junio de 1914, un mes antes de caer asesinado. Referirse hoy en día a la sentencia del gran dirigente obrero, pronunciada en vísperas de la primera guerra mundial, en un contexto político lejano, podría antojarse anacrónico. Sin embargo, esa frase resuena como un llamamiento al orden cuando los silencios de la izquierda acerca de la inmigración nos remiten a su distanciamiento respecto a las clases populares, en las que clava sus dientes la extrema derecha. Tanto más cuanto que suenan sorprendentemente actuales las orientaciones del líder de la izquierda en aquellos tiempos: “asegurar la libertad y la solidaridad al proletariado de todos los países”, “atender a las necesidades de la producción nacional que, con frecuencia, requiere un suplemento de trabajadores extranjeros” e “impedir que la patronal” se sirva de ellos para “expulsar del trabajo a los obreros franceses y envilecer los salarios”.

            La vacuna de refuerzo de Jaurès sobre una visión “de izquierdas” del control de la inmigración, conciliando internacionalismo y defensa de los proletarios, no resulta inútil tras la decisión del Consejo Constitucional que ha triturado la ley sobre inmigración. Si esta censura parcial pone en primer lugar de relieve el cinismo de un ejecutivo dejando a los jueces el “trabajo sucio” de anular unas disposiciones cuya inconstitucionalidad adelantaba el propio gobierno, si esa mascarada es agua bendita para la extrema derecha – pronta a denunciar “el gobierno de los jueces contra el pueblo” y una Constitución “que impide controlar la inmigración” -, el episodio supone igualmente una severa derrota para la izquierda, cuya impotencia para pesar sobre los debates resulta patente.

            Ni el espejismo de la decisión de los nueve jueces de la Rue de Montpensier, que invalida las medidas denunciadas por la izquierda, ni las modestas manifestaciones contra una “ley racista” pueden enmascarar la marginalización de los progresistas en un tema – la inmigración – donde durante mucho tiempo supieron dar el do de pecho. Al plantear una enmienda a la totalidad, al votarla junto a la extrema derecha el 11 de diciembre de 2023 y al mostrarse exultantes tras du adopción – cuando se abría así una autopista para el avance de la derecha xenófoba -, la mayoría de los diputados de izquierdas han manifestado ante todo el cobarde alivio de haber evitado un debate que les divide y un terreno sobre el cual han perdido pie.

            Ya sería hora, sin embargo, de asumir la constatación planteada hace más de un siglo por Jaurès a propósito de los aspectos económicos y sociales – y no exclusivamente morales, culturales o identitarios – de la inmigración. Desde finales del siglo XIX, todos los movimientos herederos del marxismo o reclamándose de la clase obrera han navegado entre la idea de solidaridad internacional, impregnada del ideal de un mundo sin fronteras y abierto por tanto a las migraciones, y la protección de los trabajadores franceses contra el “ejército de reserva” del capital; es decir, los extranjeros introducidos por los patronos para empujar hacia abajo los salarios, dividiendo y debilitando al proletariado. La larga tradición de la izquierda reivindica un “control obrero” sobre las migraciones. Su abandono, a partir de los años 1980, en provecho de una visión moral que asimilaba toda idea de regulación al “racismo” es útilmente analizada en una nota de Bassem Asseh, primer teniente de alcalde (Partido Socialista) en el ayuntamiento de Nantes, y Daniel Szeftel, militante socialista, que acaba de publicar la Fundación Jean Jaurès. A fin de precipitar la caída del Partido Comunista francés, opuesto a la inmigración para defender el empleo y los salarios, los socialistas privilegiaron entonces las acusaciones de “racismo”, explican los autores.

            El giro hacia la austeridad de 1983 y el triunfo de la desregulación acabaron con la idea de controlar la inmigración. El prisma social que presentaba a los inmigrantes como trabajadores sobreexplotados fue substituido por una visión moral y cultural que ponía en primer plano sus derechos en tanto que minoría, en particular en un plano religioso. Por lo que respecta a las políticas de “integración”, se vieron atenazadas, denunciadas como demasiado generosas por parte de la extrema derecha y como “poscoloniales” por una parte de la izquierda.

Explicitar los desacuerdos

          La nota de la Fundación Jean Jaurès cuestiona esta “ideología sin fronteras a la francesa” que “rehúsa articular la cuestión migratoria y la cuestión social”, y que conduce a considerar la inmigración “como un derecho”, exacerbando las identidades. “El Frente Nacional no tiene más que recoger las ganancias”, concluye el documento, que vincula de manera bastante convincente el ascenso del voto popular en favor de la extrema derecha a ese abandono de la lectura económica y social de la inmigración.

            A fuerza de dar a entender que el debate sobre la gobernanza de la inmigración no es más que un invento de la derecha para distraer a los electores de los verdaderos problemas del país, e incluso para estigmatizar a los musulmanes, a fuerza de ignorar que sus propios electores son favorables a la adopción de medidas restrictivas, muchos cargos electos y observadores de izquierdas actúan como si ignorasen cuestiones que han preocupado a varias generaciones de sus predecesores y que ponen hoy a prueba todos los gobiernos europeos.

          Si la conmoción suscitada por el alineamiento de la derecha tras los postulados de la extrema derecha, por el estrépito de la ley Darmanin y las maniobras del presidente de la República llegasen a tener un efecto positivo, ése sólo podría ser el de obligar a la izquierda a poner sobre la mesa sus desacuerdos, a superar la negación acerca del control de la inmigración que practicó cuando ocupó el poder, a pensar de nuevo los vínculos entre política migratoria, defensa de los derechos sociales y relaciones con los países de emigración. A no ser que la izquierda quiera condenarse a asistir como una espectadora asustada a las temibles batallas que se avecinan sobre el papel de la Unión Europea y la defensa de los principios republicanos recogidos en la Constitución.

            Philippe Bernard

            “Le Monde”, 28-29/01/2024

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