Democracia política y socialismo: dos conceptos y un destino

        Desde la teoría política, se admite comúnmente que liberalismo y socialismo son corrientes de pensamiento y acción consustanciales a la democracia representativa. A lo largo de la historia, sin embargo, dichas corrientes no han desempeñado el mismo rol en su desarrollo. El paso de la democracia censitaria al sufragio universal tuvo que ver sobre todo con amplias luchas sociales. Pero es que, hoy, dada la evolución del capitalismo, puede afirmarse que sólo una socialdemocracia audaz y renovada puede salvar a la democracia liberal del asalto autoritario del populismo, poniendo rumbo a una sociedad mucho más participativa, cooperativa y solidaria. Y mucho más igualitaria.

            En un reciente artículo publicado por “Le Monde” (17/01/2024), el historiador Roger Martinelli señalaba con acierto que, frente al ascenso de la extrema derecha no basta con desmontar sus falacias, sino que “solo cuenta la fuerza de un proyecto”. A favor de Marine Le Pen, dice, sopla “un ‘air du temps’ donde dominan la incertidumbre, la inquietud y el resentimiento, el miedo hacia un mundo inestable, de correlaciones de fuerza cambiantes, de sociedades dislocadas y violentas donde hordas de ‘ellos’ amenazan permanentemente el virtuoso equilibrio del ‘nosotros’”. Pero, si la extrema derecha, cada vez más capaz de colonizar y arrastrar en su deriva a los partidos conservadores, tiene una propuesta, mezcla de recetas neoliberales, repliegues nacionales, odio étnico y exaltaciones plebiscitarias… ¿en qué consiste la propuesta de la izquierda? La socialdemocracia europea, asociada al Estado del Bienestar de la posguerra, fue arrollada en su día por la revolución conservadora. Aún no ha superado sus devaneos social-liberales y pena por reencontrar una sólida base social y una narrativa poderosa. En realidad, el desafío histórico que se le plantea – y cuyo desenlace no está garantizado de antemano – es el de referenciar y reorganizar el potencial de las clases populares en torno a un proyecto estratégico, un horizonte de cambio. No basta con respuestas efímeras a problemas que calado estructural. Es necesario un programa de transición, un programa movilizador, de acción social e institucional. El conocido economista Thomas Piketty, en una conferencia pronunciada hace un par de años en París (“Naturaleza, cultura y desigualdades” Nuevos Cuadernos Anagrama), propone interesantes pistas al respecto.

            Piketty nos habla de un largo y tortuoso camino hacia la igualdad en el devenir de la humanidad a lo largo de los últimos siglos; concretamente, a partir de la Gran Revolución francesa de 1789. Que estamos muy lejos de alcanzarla es algo evidente si consideramos la riqueza que acumula un puñado de hombres ultrarricos frente a la inmensa mayoría de la población mundial. Sin embargo, ello no resulta de causas naturales, ni de fatalidad alguna. “Es la cultura en sentido amplio – y, quizá incluso más que la cultura, las movilizaciones políticas colectivas – lo que contribuye a explicar la diversidad, el nivel y la estructura de las desigualdades sociales observadas”. Y en el abordaje y superación de esas desigualdades sitúa Piketty la respuesta a los desafíos vitales a los que se enfrenta nuestra civilización: “No habrá salida al calentamiento global, no habrá reconciliación posible entre el ser humano y la naturaleza, sin una reducción drástica de las desigualdades y sin un nuevo sistema económico, radicalmente diferente al capitalismo actual”. He aquí la tesis central de Piketty. No son los acontecimientos catastróficos, como las guerras o las epidemias, lo que crea igualdad. “En los Estados Unidos – recuerda -, fue la crisis de los años treinta, y no la Primera Guerra Mundial, lo que resultó determinante en la aplicación de políticas públicas. La verdadera fuerza del cambio fue la movilización social y política, así como la capacidad de poner en marcha nuevas soluciones institucionales”.

            El estudio de las desigualdades en materia de renta y de riqueza arroja una luz cruda sobre la realidad que los discursos ideológicos tratan con frecuencia de enmascarar. Desigualdades entre los países más desarrollados y aquellos sobre los que todavía pesa la herencia colonial. Desigualdades en el seno de cada nación. “Si tuviéramos una sociedad perfectamente igualitaria, el 50% más pobre debería tener el 50% de la renta total. En cambio, en una sociedad completamente desigualitaria, no tendría nada. En la práctica, la cifra es del 5 o 6% en los países más desigualitarios (por ejemplo, Sudáfrica), y del 20 o 25% en los más igualitarios (el norte de Europa)”. Por eso hay que desconfiar de los discursos que ponen el foco en el PIB o en la renta media de los países, obviando la diversidad de situaciones y lancinantes bolsas de pobreza que pueden ocultar las cifras macroeconómicas. Tanto más cuanto que “la distribución de la riqueza, del patrimonio inmobiliario, financiero y profesional, está siempre mucho más concentrado que la distribución de la renta. En lo que concierne a la renta, la parte del 10% más rico oscila entre el 25 y el 70% de la renta total, casos de Suecia y Sudáfrica respectivamente. En cuanto a la riqueza, la proporción del 10% más rico oscila entre el 60 y el 90% de la riqueza total. A esto se añade que, mientras en el caso de la renta la parte del 50% más pobre oscila entre el 5 y el 25% del total, en el caso de la riqueza siempre está por debajo del 5%”. Y esa concentración de riqueza representa sobre todo una concentración de poder, ejercido a través de infinidad de resortes mediáticos, económicos y culturales, capaces de subyugar sociedades desnortadas y desvirtuar la democracia. Ya lo advertían premonitoriamente los padres de la Ilustración. “La igualdad en la riqueza – escribía Rousseaudebe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse”. En ese paradigma, llevado al paroxismo, estamos. También por lo que respecta al poder de los hombres sobre las mujeres, incluyendo la explotación y mercantilización de sus cuerpos. A pesar de los avances registrados, no solo persiste una tenaz brecha salarial que hunde sus raíces en los roles de género, sino que en algunos casos -como en China y en otros lugares – los propios cambios tecnológicos y organizativos en la producción han propiciado en las últimas décadas importantes retrocesos, con la explosión de grandes salarios, muy masculinizados.

            El factor patrimonial reviste una importancia de primer orden y está en el fondo de alguno de los fenómenos más relevantes de la actual crisis de las democracias. “Aunque – en países como Francia – se ha producido un descenso significativo de la proporción de riqueza total en manos del 10% más rico, que ha pasado del 80 al 90% registrado hasta la Primera Guerra Mundial al 50 o 60% en la actualidad, ha vuelto a aumentar desde la década de 1980 (con el triunfo de las políticas desreguladoras de Reagan y Thatcher)”. Pero, es que además, esa reducción “ha beneficiado principalmente al 40% siguiente de la distribución, las personas que se encuentran entre el 10% más rico y el 50% más pobre”. Esa franja social intermedia no tenía casi nada antes de 1913, apenas se diferenciaba de los más pobres. Hoy constituye lo que Piketty designa como “la clase media patrimonial”. Es ese 40% de la población de las viejas naciones industriales “que no es inmensamente rico, pero que dista mucho de ser pobre y a quien no le gusta ser tratado como tal”. Dicha franja fue otrora un factor de estabilidad política. El abrupto final de la “globalización feliz”, con la crisis financiera de 2008 y la recesión mundial, dibujó ante sus ojos la aterradora visión de la decadencia. De ahí sus comportamientos erráticos. De ahí también la fragmentación de las representaciones políticas que imposibilitan mayorías parlamentarias estables. Y de ahí, cómo no, la inanidad de las recetas populistas adoptadas por algunas corrientes de la izquierda – “somos el 99%”, “los de arriba y los de abajo”, “la gente y la casta” -, consignas de aparente radicalidad, pero incapaces de abrazar la complejidad social y de articular una acción política transformadora.

            Todas esas distinciones resultan de capital importancia al considerar el auge y las tensiones a que se ve sometido el Estado social, verdadera referencia de la socialdemocracia del siglo XX. Ese Estado y su función redistributiva se sostuvieron sobre la base de un enorme impulso de la fiscalidad progresiva. A partir de la presión social, por ejemplo, “entre 1932 y 1980, durante medio siglo, el tipo marginal máximo en los Estados Unidos fue en promedio del 80%, llegando al 91% con Roosevelt como presidente”. Evocar hoy en día esas cargas tributarias parece hablar de bolchevismo. Pero, contrariamente a lo que proclama la doctrina neoliberal, no es esa fiscalidad lo que constituiría un freno al crecimiento económico. Bien al contrario, fue durante aquel período cuando se dieron los mayores incrementos de productividad – que ha decaído a lo largo de las décadas neoliberales a pesar de las innovaciones tecnológicas, porque la disminución de los tributos a los más ricos ha favorecido el desarrollo de la economía especulativa y financiera. “El verdadero motor de la prosperidad – insiste Pikettyes la educación. Hasta mediados del siglo XX, los Estados Unidos tenían una considerable ventaja educativa sobre el resto del mundo occidental. En la década de 1950, en los Estados Unidos, el 90% de una cohorte de edad estaba escolarizado en la educación secundaria, frente al 20% en Alemania, Francia o Japón. En estos últimos países, no fue hasta las décadas de 1980 y 1990 cuando se logró un acceso casi universal a la enseñanza secundaria. El liderazgo estadounidense en términos de productividad, sobre todo en el sector industrial se debe a esa ventaja educativa”. Oportuno recordatorio cuando tenemos entre manos un sistema educativo insuficientemente financiado y tensionado por los cambios demográficos y la concentración territorial de las desigualdades.

            Indisociable del crédito menguante de la democracia es la ruptura histórica del pacto fiscal. “Las clases medias y las clases trabajadoras pueden tener la impresión (y no es solo una impresión) de que los más ricos escapan en gran medida a los impuestos ya que, a pesar de los tipos impositivos teóricos, existen numerosas lagunas y esquemas de optimización fiscal”. Los paraísos fiscales y la “ingeniería” practicada por las grandes corporaciones dan fe de ello. Pero, ante la ausencia de perspectiva, esa percepción, antes que a la acción colectiva, puede empujar hacia el “sálvese quien pueda” e incluso hacia la descarga airada del resentimiento sobre los más indefensos, reacción que tan bien sabe explotar la extrema derecha. Y es que no basta, insistamos en este extremo, con plantear determinadas medidas, absolutamente imprescindibles, de justicia social, como una fuerte tributación sobre los beneficios extraordinarios de las multinacionales, las transacciones financieras y las grandes fortunas. Es necesario trazar un camino, organizar los pasos a dar, constituir fuerzas con capacidad movilizadora y partidos con presencia institucional y vocación de gobierno. Y es necesario exponer un proyecto que vertebre y dé sentido a todo ese proceso. “No fue solo el rechazo del fascismo lo que impulsó al Frente Popular – recuerda Roger Martinelli -, sino también ‘el pan, la paz, la libertad’. (…) Contra los desastres del macronismo y el tsunami de la extrema derecha, no hay otro camino más que oponer un proyecto frente a otro”.

            Piketty nos habla de la importancia de la democracia económica, de la cogestión – que cuenta con las experiencias exitosas del modelo nórdico -, de la presencia pública y sindical en los consejos de administración, del cooperativismo y la iniciativa social… y de un proceso sostenido de desmercantilización. Desmercantilización no solo de la educación o la sanidad, sino de sectores cada vez más amplios. “A largo plazo habría que dar continuidad a ese proceso, extendiéndolo a sectores que podrían representar la casi totalidad de la actividad económica de un país, de manera descentralizada, con la participación de actores asociativos y comunales, a partir de una financiación colectiva basada en la fiscalidad progresiva sobre la renta y el patrimonio, así como de un mejor reparto del poder en las empresas y la economía. Queda mucho por idear, lo importante es que no se trata solo de una redistribución monetaria”.

            No, se trata de un modelo de sociedad y del propio futuro de la vida humana en nuestro planeta. Y es que, volviendo al desafío del calentamiento global, cabe señalar que la distribución de las emisiones de carbono en toneladas per cápita sigue exactamente las mismas curvas de distribución de renta y riqueza entre países y en el seno de cada sociedad. En el caso de Francia, dichas emisiones representan una media de 4 o 4’5 toneladas para el 50% más pobre de la población, frente a las 30 o 35 toneladas por persona del 10% más rico… y a las 60 o 70 toneladas, en Europa, si consideramos las emisiones del 1% superior. En Estados Unidos, el 10% más rico ya supera las 70 toneladas. No cabe esperar que el precio de la energía aumente para todos en la misma proporción sin suscitar revueltas fiscales como la de los “chalecos amarillos”, advierte Piketty. “Es difícil ver cómo hacer frente a estos retos si no es exigiendo, mediante instrumentos adecuados, reducciones proporcionales mucho mayores a quienes más carbono emiten”. A todas luces, la transición ecológica resulta impensable sin una profunda transformación de las relaciones sociales. El futuro de la socialdemocracia depende de su capacidad para devenir la fuerza política troncal de semejante transformación, necesariamente compleja, convulsa y sujeta a mil presiones sistémicas contradictorias. Pero la disyuntiva que la Historia proyecta ante nosotros es inapelable: al cabo, la democracia solo prevalecerá en el camino hacia el socialismo.

            Lluís Rabell

            19/01/2024 

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