
En política, conviene guardarse de los análisis apresurados y catastrofistas. Acostumbran a ser más paralizantes que otra cosa. No hay fatalidad, ni destino. El futuro es siempre un haz de disyuntivas, de posibles bifurcaciones. Venga a cuento esta reflexión con motivo del aniversario de la Constitución. En estos momentos de máxima crispación política, hay incluso quien se pregunta si el período que nos separa de la transición no ha sido en realidad, mucho más que un tiempo de consolidación de la democracia, una suerte de tregua. Una tregua entre las dos Españas que hoy tocaría a su fin, bajo las sacudidas que provocan la crisis de la globalización, las nuevas tensiones geoestratégicas y el surgimiento de los populismos.
¿Una percepción alarmista? Tal vez. Lo cierto, sin embargo, es que la celebración de este año cuenta ya con la ausencia impugnadora de la extrema derecha. Y que la derecha se desliza por una peligrosa pendiente de radicalización. Hecho inédito en Europa, el PP lleva años bloqueando a su antojo la renovación de los máximos organismos judiciales y su campaña de desborde emocional contra la amnistía puede acabar escapándosele de las manos. El “procés”, al igual que a otra escala lo hiciera el brexit, nos enseñaron cuán arriesgado es jugar a aprendiz de brujo. Convocando los temores y prejuicios de una sociedad desnortada, pueden liberarse grandes energías, desatar impulsos sociales que abran las puertas del poder o precipiten una ruptura. Pero, luego, no es fácil convencer al genio para que vuelva a meterse dentro de la lámpara. Hay muchos factores de riesgo en el contexto europeo y mundial como para pensar que, tras propiciar una campaña de desgaste de la izquierda a cuenta de la amnistía y una vez ésta digerida por la opinión pública, el PP podría recuperar sin más una cierta rutina institucional, retomando el hilo de sus tratos anteriores con los nacionalismos periféricos. Muy probablemente, se estén quebrando resortes que nos abocarán a unos años de intensa agitación social y política donde se dirimirá de nuevo el semblante de España… Y acaso también el de Europa.
Ante ese intento de coagular los malestares difusos en un movimiento airado contra el gobierno progresista, nada parece tan acertado como la decisión de Pedro Sánchez de redefinir el escenario, mediante un decreto ómnibus que dé respuesta a las urgencias económicas, sociales y medioambientales de la ciudadanía. Más allá de decisiones complejas en materia de cobertura del desempleo o de la propia dificultad de aunar los votos de la mayoría heterogénea que hizo posible la investidura, es un manera de introducir racionalidad en medio del desatino y de tratar de ubicar cada cosa en su sitio. No, no se trata de rehuir el debate sobre la reconducción del conflicto en Catalunya, sino de ir ubicando correctamente ese debate en el marco de unas decisiones de carácter estratégico, referidas a la transición ecológica y a la transformación social, que habrá que ir adoptando. Las formas federales, cooperativas y solidarias, constituyen sin duda el marco de organización democrática más adecuado para acomodar la diversidad cultural, lingüística y de arraigos nacionales de España. Del mismo modo que la lógica federal es la única capaz de impulsar el proyecto europeo, frente a las tendencias a la dislocación que surgen de las nuevas configuraciones del capitalismo y con las que amagan los nacional-populismos al alza.
En este marco, tiene interés la lectura de un reciente artículo, publicado por el rotativo francés” “Le Monde”, “¿Cuál es el carburante de la inflación?”, que nos habla de la actual coyuntura económica europea, mar de fondo de cuanto hablamos. Su interés reside justamente en el hecho de mostrar hasta qué punto la subida de los precios revela una dependencia, a término insostenible, respecto a las energías fósiles. Poco han hecho las recetas económicas de sesgo neoliberal promovidas desde el BCE – quitarle aire a la economía restringiendo el crédito – para contener la inflación… y sí, en cambio, las medidas de contención de los precios de los carburantes que propugnó el gobierno de Pedro Sánchez. El cambio de modelo productivo encierra el futuro de la democracia. Los recientes avances de la extrema derecha demuestran que la pretensión de contener la inflación desatando recesiones golpea a las clases populares, exaspera a las clases medias y las arroja en brazos de los populistas. Al mismo tiempo, la transición sólo es concebible de la mano de un esfuerzo mancomunado. Ningún Estado por sí solo está en medida de embridar a las grandes corporaciones tecnológicas, de lograr siquiera que paguen los impuestos que debieran, ni de poner coto a la especulación y las crisis financieras que provocan los mercados. Las elecciones de la próxima primavera serán cruciales. Y, de algún modo, en efecto, se decidirán en Madrid. El gobierno de Pedro Sánchez representa en estos momentos la cabeza de puente de las fuerzas progresistas europeas.
Lluís Rabell
6/12/2023
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¿Cuál es el carburante de la inflación?
Jézabel Couppey-Soubeyran
(“Le Monde”, 3-4/12/2023)
En el cuadro de indicaciones del Banco Central Europeo (BCE), la cifra que se refiere a la inflación anual del mes de octubre, + 2’9%, no se halla muy lejos del objetivo del 2%. ¿Habría que interpretar ese dato como el éxito de las subidas de los tipos de interés practicadas por el BCE a lo largo de los últimos meses? ¿O, por el contrario, habría que ver en ello la prueba de que el fenómeno era transitorio y no justificaba incrementar tanto y tan deprisa el precio del dinero? Quizá ni lo uno, ni lo otro. Porque, si nos fijamos bien, esa media inflacionista enmascara un mosaico de situaciones muy contrastadas entre los países miembros.
En Bélgica y en los Países Bajos, el nivel general de los precios de bienes y servicios consumidos por los hogares ha retrocedido entre el mes de octubre de 2023 y octubre del año anterior: la inflación ha sido, pues… negativa. Ese retroceso es más acusado en Bélgica, donde el nivel ha descendido un 1’7%, arrastrando hacia abajo la media de la zona euro. En otros cuatro países, la tasa de inflación se sitúa por debajo de la media: Italia (1’8%), Luxemburgo (2’1%), Letonia (2’3%) y Finlandia (2’4%). Pero en los catorce países restantes, la tasa de inflación la rebasa, incluso ampliamente. Ciertamente, la tasa anual ha bajado en Francia, pero todavía alcanza el 4’5%. Desciende también en Alemania (3%) y en Portugal (3’2%), pero sigue permaneciendo por encima de la media. Sigue aumentando en Grecia (3’8%) y en España (3’5%). La tasa más elevada corresponde a Eslovaquia (7’8%), seguida de cerca por Croacia (6’7%) y Eslovenia (6’6%). Son resultados demasiado contrastados como para permitirnos hablar de una desinflación generalizada.
Allí donde la tasa de inflación se ha vuelto negativa, en Bélgica (- 1’7%) y en los Países Bajos (- 1%), resultaría prematuro hablar de deflación. Por un lado, la caída de precios debería ir a la par con un retroceso de la actividad. Pero, si tal es el caso en los Países Bajos, donde el retroceso del producto interior bruto se acentúa ligeramente a lo largo del tercer trimestre (llegando a – 0’5% tras haber registrado antes – 0’2%), por el contrario, en Bélgica, el crecimiento ha acelerado ligeramente su curso durante el mismo período (+ 1’5% a lo largo del tercer trimestre, frente a + 0’1 en la zona euro).
Amenaza de explosión de burbujas
Por otra parte – y sobre todo -, mientras una deflación implica un retroceso generalizado de precios, la caída de la inflación en aquellos dos países sólo tiene que ver, por así decirlo, con una única partida de gastos, “vivienda, electricidad y gas”, cuyos precios han bajado cerca de un 30% en Bélgica y en Holanda entre octubre de 2022 y octubre de 2023, y que tiene un gran peso en el cálculo del índice de precios (20’1% en Bélgica, 16’4% en los Países Bajos). Por el contrario, los precios referidos a las demás partidas de gastos, en particular por cuanto concierne a la alimentación, siguen en aumento. Desde luego, ni belgas ni neerlandeses perciben deflación alguna cuando van a hacer la compra o pagan sus alquileres. Tanto más cuanto que la incidencia de los alquileres es mucho más baja en la conformación del índice general de precios – dado que ese gasto es nulo para los propietarios – que en el presupuesto de los inquilinos.
En una palabra, es de la factura del gas y de la electricidad de donde procede el descenso de la inflación. Algo que no tiene demasiado que ver con un supuesto éxito del estrechamiento de la política monetaria, sino antes bien con la caída de las importaciones de gas, resultante de la guerra en Ucrania y de las medidas adoptadas por los gobiernos de esos dos países a fin de controlar los precios de la energía. Frente a tal heterogeneidad de las tasas de inflación entre Estados miembros de la zona euro, casi nos inclinaríamos a dudar que una política monetaria “única” – es decir, calibrada en función de la media de la zona – fuese de utilidad.
En realidad, esas evoluciones traducen el carácter determinante de los precios de la energía, que a su vez reflejan nuestra dependencia de las energías fósiles. Las medidas de control de precios tienen sin duda una mayor capacidad que la subida de los tipos de interés cuando se trata de neutralizar subidas de precios surgidas de una inflación estructural y no de un exceso de moneda (inflación monetaria). Sin embargo, eso no significa que se trate de una inflación transitoria, tal como afirman algunos economistas, entre ellos James Galbraith. Una inflación bajo control, quizá, mientras sigan en vigor las medidas de control de precios, pero inflación que permanecerá latente hasta que no vayamos a la raíz del problema; es decir, hasta que no reduzcamos nuestra dependencia respecto a las energías fósiles mediante una transición que disminuya drásticamente su proporción en el mix energético.
Por otra parte, James Galbraith no anda errado cuando reprocha a los economistas mainstream los viejos esquemas en los que muchos de ellos permanecen encerrados, como el de un posible arbitraje entre inflación y desempleo, presentando las recesiones como el precio que habría que pagar para reducir la inflación, brindando a los poderes públicos la posibilidad de reducir las emisiones de CO2, sin que ello supusiese por su parte ningún esfuerzo de inversión. Semejante esquema nos llevaría a prescribir una solución errónea, cuando no dolorosa, de subida de los tipos como respuesta a una inflación en gran parte estructural, y sobre la cual dichos incrementos tendrían poco impacto, como no fuese provocando una disminución de la demanda de energía a medida que se ralentizasen la inversión y el crecimiento.
Y, sin embargo… ¿cabía mantener durante mucho más tiempo unos tipos de interés tan bajos sin aumentar a su vez los riesgos de una crisis financiera? No, pues aunque las amenazas de estallido de las burbujas inmobiliarias y financieras han aumentado estos últimos meses con el alza de los tipos – en pausa, por cierto, en estos momentos -, no hay que olvidar que ha sido merced a esos tipos demasiado bajos y mantenidos durante demasiado tiempo como se han formado tales burbujas. Los tipos bajos son un veneno lento para la estabilidad financiera. Pero el alza de los tipos constituye un arma de dudosa eficacia cuando lo que se persigue es recobrar la estabilidad de los precios; un arma que conviene manejar con mucha cautela para evitar la explosión financiera.
(Jézabel Couppey-Soubeyran es Profesora de Economía en la Universidad de París-I, así como asesora científica en el Instituto Veblen).
Traducción: Lluís Rabell