Comprender para actuar

        Nadie duda ya de la gravedad y el alcance de lo que está ocurriendo en Gaza. El horror de los bombardeos y de los combates en las calles de la ciudad se sucede día tras día. Más allá del martirio de la población palestina, la acometida militar de Israel puede precipitar al conjunto del Próximo Oriente a un escenario de guerra. Es tiempo de urgencias para detener la escalada militar.

Pero, en medio del desbordamiento de emociones que el conflicto Israel-Palestina suscita en nuestros países, no resulta menos urgente para la izquierda detenerse un instante y reflexionar, captar el sentido de los acontecimientos y del comportamiento de las naciones enfrentadas. Comprender para poder actuar. Porque cuanto ocurre en la otra ribera del Mediterráneo nos concierne. Y la tragedia que ensangrienta aquella disputada tierra reverbera en la crisis de las democracias liberales.

            Un reciente trabajo de Eva Illouz, profesora de sociología y antropología en la Universidad Hebrea de Jerusalén, (“La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia”. Ed. Conocimiento) contribuye de modo tan brillante como oportuno a esa insoslayable reflexión. No pretende la autora dar con una explicación acabada acerca de un fenómeno tan complejo como el que representa el ascenso del populismo, con matrices y características propias en cada país. Pero su abordaje a partir del estudio de las pulsiones colectivas, de las poderosas emociones que configuran estados de ánimo y movimientos de masas en nuestras sociedades – y que, convenientemente encauzadas o manipuladas, deciden el destino de gobiernos e incluso de naciones enteras – no sólo resulta sugerente, sino particularmente útil en estos momentos. Tanto más cuanto que Eva Illouz toma la evolución del Estado de Israel como ejemplo paradigmático de una deriva populista y de la degradación de la democracia liberal que conlleva.

            Y es que el propio surgimiento del Estado de Israel supuso un punto de inflexión en la secular historia del judaísmo. “Desde el siglo XVII – escribe Illouz -, los judíos han desempeñado un papel crucial en la promoción del universalismo (…) Los judíos participaron en los grandes movimientos universalistas de emancipación. A través del universalismo, los judíos podían, en principio, ser libres e iguales a quienes los dominaban: la pertenencia a una minoría religiosa no debería influir en el estatus político de cada uno. Puede que esta sea una de las razones por las que los judíos se implicaron desproporcionadamente en causas comunistas o socialistas. También es la razón por la que los judíos fueron ciudadanos modelo en países con constituciones universalistas, como Francia o Estados Unidos. Esta historia de los judíos como promotores de la Ilustración y de los valores universalistas está llegando a su fin. Hoy somos testigos atónitos de nuevas alianzas entre Israel, facciones ultra ortodoxas del judaísmo religioso en todo el mundo y el nuevo populismo global, en que el etnocentrismo e incluso el racismo ocupan un lugar innegable”. Y concluye con una sombría advertencia: “Si los judíos y la clase trabajadora fueron una vez lo que Marx llamó clases universales – si representaban el punto de vista de los desposeídos, para quienes la emancipación llegaría a través del universalismo -, ahora son grupos ampliamente afectados por la ideología y la política de la extrema derecha”.

            Pero las cosas no caen del cielo. En realidad asistimos a los últimos actos de un largo proceso, puntuado por severas derrotas, del combate emancipador. Nada determinaba de antemano que una respuesta de tipo nacionalista – el sionismo, opción históricamente minoritaria dentro del judaísmo – acabase por triunfar. Tal desenlace no se explicaría sin el cataclismo civilizatorio que representó la Shoah, sin la desaparición de los mejores cuadros del movimiento obrero judío bajo el exterminio fascista y las persecuciones estalinistas, sin la configuración geoestratégica surgida de la Segunda Guerra mundial que desembocó en una connivencia generalizada de Occidente con el proyecto sionista. De algún modo, Europa, matriz del peor antisemitismo, trató de mitigar su mala conciencia desplazando “la cuestión judía” a Oriente e insertándola como una cuña envenenada en el mundo árabe. Quienes, supuestamente, debían alcanzar una anhelada emancipación mediante la colonización de Palestina, se vieron abocados a un conflicto inacabable y sangriento con su población autóctona. Un conflicto que inflige terribles sufrimientos al pueblo sojuzgado, pero que corrompe también el alma del ocupante. Un populismo nacionalista, abiertamente racista y mesiánico, de la mano de la evolución reaccionaria que encarnan Netanyahu y sus aliados de la extrema derecha religiosa, se ha ido adueñando del Estado de Israel, arrinconando a la izquierda laborista que lideró sus primeras décadas de existencia.

            El triunfo de ese populismo, nos dice Eva Illouz, resulta de una hábil manipulación de las emociones de la población durante un largo periodo de tiempo. Hasta 1977, los destinos del Estado de Israel estuvieron en manos del laborismo. De los kibutz socialistas surgió la élite política, cultural y militar del país. Pero el nuevo Estado, desde su nacimiento, labró el terreno donde habían de enraizarse y entrelazarse las pulsiones que le han llevado hasta la crisis actual. Israel se levantó sobre la Nakba, la “limpieza étnica” de cientos de miles de palestinos. La izquierda israelí era de matriz europea, sus cuadros eran esencialmente judíos askenazis. Su visión de Palestina estaba impregnada de orientalismo; es decir, de un sentimiento de superioridad cultural respecto a la población autóctona. Y el socialismo de esa izquierda, más allá de los brotes de futura sociedad igualitaria que podían representar las granjas colectivas, se diluía en un omnipresente nacionalismo. El sueño de una emancipación judía en términos coloniales sumergía las contradicciones de clase en el seno de la sociedad israelí. Al mismo tiempo, la conflictividad con la población palestina y con el mundo árabe en su conjunto comprimía esas disensiones en el contexto de un enfrentamiento insomne y puntuado de guerras.

            “El populismo es una forma (a menudo exitosa) de recodificar el malestar social. (…) La política populista – sobre la que se asienta el largo gobierno de Netanyahu y su imparable deriva extremista – recodificó tres poderosas experiencias sociales: una se encuentra en los diversos traumas colectivos que vivieron los judíos a lo largo de su historia, incluido el nacimiento del Estado de Israel, que supuso una guerra contra el poder colonial británico y los países árabes circundantes. Estos traumas se han traducido en un miedo generalizado al enemigo. La segunda experiencia social poderosa es la conquista de la tierra (…). La Ocupación genera prácticas emocionales de separación e incluso de asco entre diversos grupos de la sociedad israelí. La tercera experiencia social, de la que se alimenta la poderosa emoción del resentimiento, es la discriminación y exclusión prolongadas de los mizrajíes, los judíos nacidos en países árabes o cuyos padres o abuelos nacieron en países árabes. Este resentimiento operó a su vez una transformación radical del mapa político, inclinándolo hacia la extrema derecha.”

            La actitud de las élites laboristas, hoy todavía difícilmente admitida, empujó a esa segunda oleada de inmigrantes judíos en brazos de los partidos religiosos y las tendencias más conservadoras. La victoria de Menahem Beguín, líder del derechista Likud, se cimentó en gran medida sobre el apoyo de esos sectores empobrecidos de la sociedad que empezaban a percibir a los dirigentes socialistas como una casta cosmopolita, privilegiada e insensible. La era de la globalización neoliberal, proyectando a las capas sociales más cultas hacia las esferas de la economía internacional y profundizando las desigualdades en el seno de Israel, llevó al extremo esa percepción. Rasgo distintivo del populismo israelí, afirma Eva Illouz“los líderes de la extrema derecha han logrado romper la relación tradicional de la izquierda con la clase trabajadora.” El asesinato de Isaac Rabin en 1995 a manos de un extremista religioso – la corriente ideológica a la que pertenecía forma hoy parte del gobierno – abrió las puertas al fracaso de los acuerdos de Oslo y, con él, al arrinconamiento de una izquierda que apostaba por la solución de los dos Estados para solventar el conflicto Israel-Palestina.

            La expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania y las exacciones de los colonos, las sucesivas intifadas, el estrangulamiento de Gaza, el ascenso de Hamás, favorecido por el propio Netanyahu para dividir a los palestinos… En suma, el crescendo de violencia que nos ha llevado hasta la actual tragedia es conocido por todos. En ese camino, “el carácter judío del país se ha radicalizado con la muy controvertida Ley del Estado-nación aprobada en 2018 (ley que define a Israel como “Estado judío”). Arrimarse a líderes antisemitas puede parecer contradictorio con esta ley, pero todo está motivado por la misma lógica estatista, en la que el Estado ya no se entiende a sí mismo como comprometido con representar al pueblo en su conjunto (un 20% de la población de Israel espalestina), sino que más bien busca expandir su territorio, aumentar su poder designando enemigos, definir quién pertenece y quién no, reducir la definición de ciudadanía, endurecer los límites del cuerpo colectivo y socavar el orden liberal internacional. Lo que conecta el apoyo de Netanyahu a Orbán con la ley de nacionalidad es la expresión pura y dura del poder del estado.

            Durante todo este año, impresionantes manifestaciones de masas han significado la oposición de buena parte de la sociedad israelí a la deriva iliberal del gobierno, que amenazaba la independencia del poder judicial. La conmoción causada por la sangrienta incursión de Hamás el 7 de octubre y la fiebre patriótica que ha desatado la guerra contendrán quizá durante un tiempo las explosivas contradicciones acumuladas en el seno de Israel. Hasta aquí nos ha llevado una hábil y sistemática manipulación de las emociones, amalgamando el miedo, la deshumanización del otro y el resentimiento por los agravios sufridos con una forma perversa de amor: un patriotismo exacerbado, racista y destructivo, sobre el que cabalga un líder sin escrúpulos. “El populismo no es fascismo, sino un preámbulo del fascismo”. Los líderes populistas denuncian agravios reales o imaginarios. Pero, lejos de resolverlos, se recrean en ellos para generar odio, oscurecer la razón, disgregar la sociedad civil, tornar la opinión pública “impermeable a la realidad” y asentar un poder autoritario sobre la nación.

            Resulta del todo imposible predecir el curso de los acontecimientos. Es de temer que aún haya de verterse mucha sangre antes de que, en el seno de la sociedad israelí como entre el pueblo palestino, surjan fuerzas y movimientos progresistas capaces de llevarlos a la senda de la paz. Para contribuir a ello, no bastarán las imprescindibles proclamas pacifistas, ni los gestos de solidaridad con las víctimas de esta locura. Será necesario entender cómo hemos llegado hasta aquí, dónde ha errado la izquierda y por qué el populismo ha podido ganarnos la partida. Eva Illouz nos ayuda a pensar en medio del estrépito y el dolor.

            Lluís Rabell

            12/11/2023

Deixa un comentari