
“Tiempos de confusión”. Cuando aún no se han metabolizado los resultados del 28-M, la alcaldía de Barcelona sigue en el alero y se avecinan unas elecciones generales tan cruciales como de incierto desenlace, el enunciado se antoja de lo más apropiado. De hecho, es el título de un sugerente ensayo de Josep Burgaya, decano de la Facultad de Empresa y Comunicación en la Universidad de Vic – y miembro, por más señas, de Federalistes d’Esquerres. Un trabajo sobre los profundos cambios inducidos en nuestras sociedades, en el devenir de las democracias liberales y sus representaciones políticas, por décadas de globalización neoliberal y vértigo tecnológico. Esas transformaciones han trastocado las bases sociales y los paradigmas sobre los que se asentaba la izquierda, tanto en su versión socialdemócrata como en sus expresiones más radicales. Y lo han hecho hasta tal punto, nos dice el autor, que la izquierda ha pasado de recabar el apoyo de una clase trabajadora “adscriptiva” a navegar sin rumbo en las aguas de las “identidades electivas”. Se trata de una muy recomendable lectura. Si bien los períodos electorales resultan poco propicios a la reflexión estratégica, ésta resulta impostergable. Es más: responsables y asesores estarían bien inspirados si, al diseñar las campañas de las izquierdas, tuviesen en cuenta las fundadas consideraciones que nos propone Burgaya.
“El capitalismo contemporáneo sufre la paradoja de depender de unas tecnologías que aumentan exponencialmente la productividad del trabajo, pero esta mejora de la productividad no repercute ni en los trabajadores ni en la sociedad. Más capacidad productiva genera dosis mayores de desigualdad y empobrecimiento, un mundo en el que una parte de su población se torna prescindible”. Las cifras son elocuentes y las proporciona el Banco Mundial: las 62 personas más acaudaladas del planeta poseen tanta riqueza como la mitad más pobre de la población mundial – unos 4.000 millones de personas. Esa mitad vive por debajo de los 5’5 dólares diarios de gasto. Pero la desigualdad no sólo incumbe al “Sur global”. Las viejas metrópolis industriales sufren igualmente sus estragos, hasta el punto de ver socavados los equilibrios sobre los que se han asentado las democracias liberales. Las deslocalizaciones masivas, la terciarización de la economía y la irrupción de nuevas tecnologías desarticularon durante décadas a la clase trabajadora tradicional, precarizándola, atomizándola y minando su sentido de pertenencia, su cultura solidaria y su dignidad. La crisis financiera de 2008 – y las convulsiones que le han seguido – no sólo han empobrecido a los trabajadores, sino que han desestabilizado a las clases medias, ese amplio sector formado por la pequeña burguesía, funcionarios, profesiones liberales, empleados cualificados y población urbana con estudios superiores. La relativa prosperidad de esa franja heterogénea de la población certificó durante años el éxito del pacto de posguerra entre Capital y Trabajo que había permitido edificar el Estado del Bienestar. En la década de los ochenta del pasado siglo, la “revolución conservadora” de Reagan y Thatcher significó la ruptura irremisible de ese pacto. El hundimiento de la URSS, arrastrando consigo a las grandes utopías emancipatorias, dejaba vía libre a un capitalismo triunfante. La desagregación de la clase obrera debilitó a los sindicatos y a unos partidos de izquierdas que trataron entonces de apoyarse en los sectores progresistas de las clases medias. Sin embargo, quienes habían sido el primer factor de estabilidad de las democracias occidentales – pues sobre esas cortejadas clases medias se había apoyado durante años la alternancia entre socialdemócratas y conservadores – se estaban convirtiendo ya en una fuente de turbulencias. Empezaba un período de pobreza, de humillaciones, de un profundo sentimiento de abandono entre los perdedores de la globalización. Fue la airada clase obrera blanca del “cinturón del óxido” – unos “paletos” a ojos del Partido Demócrata, demasiado centrado en las preocupaciones de los urbanitas cultivados – quien propulsó a Trump hasta la Casa Blanca. El bloqueo del ascensor social desvelaba la falacia de la “meritocracia”. Una legión de jóvenes diplomados se veía abocada a vivir peor que sus padres. Un miedo cerval a perder su estatus se adueñaba de la población con ingresos medios y algún patrimonio. Ira y miedo a raudales ante un futuro que la crisis climática, la guerra de Ucrania y una nueva oleada de cambios tecnológicos tiñen de sombrías amenazas. El “procés” no se explicaría sin la adhesión de las clases medias a la ilusión de una independencia que había de preservar su condición social y su “identidad” frente al desorden global y a una España que encarnaba todos los males. El nacionalismo, la ilusión del retorno a un pasado que nunca existió, se imponía como la última “utopía disponible”.
Ese es el marco general en el que nos movemos. Desde el crac bursátil de 2008 vivimos un “momento populista”: “una visión de la sociedad entre dos polos antagónicos, pueblo y élites, y una concepción de la política como la expresión de la voluntad general”. El debilitamiento de las intermediaciones e instituciones representativas, así como la desesperanza y el resentimiento por unas promesas de progreso incumplidas, han favorecido la eclosión de ese fenómeno de nuestro tiempo. Pero, como nos lo recuerda Burgaya, “hay populismo en la derecha y en la izquierda”, pues “no estamos ante una ideología política sino más bien ante una manera de hacer política en tiempos de adscripciones tenues con las ideologías tradicionales y de debilitamiento de las organizaciones partidistas clásicas”. “Los populismos resultan, a derecha e izquierda, las vías de escape para expresar no tanto el descontento como el desconcierto en el que habitan numerosas capas de la población. Su fuerza actual como forma de ‘lo político’ resulta un síntoma de una multitud de malestares, los cuales no son exclusivamente de tipo material. Existen factores culturalistas que provocan la apreciación de amenazas en la pérdida de referentes, el temor a la inmigración, el posible alud de refugiados, la percepción de inseguridad… El sentimiento de ‘perdida’ resulta crucial, provoca desamparo, inquietud y temor. Todo ha dejado de ser como era”.
He aquí algunas claves para entender lo que está sucediendo en España. Pedro Sánchez puede presentar una obra de gobierno excepcional en materia de avances sociales, de recuperación de la economía y de proyección internacional de España. Y todo ello logrado ante un sinfín de adversidades. Sin embargo, el ruido mediático de la derecha y su disyuntiva tremendista – “Sánchez o España” – parece oscurecer ese buen desempeño ante la opinión pública. Los comicios del 28-M le han sido muy favorables. La izquierda debería tener muy presentes algunas cosas. La primera es que todos sus logros llegan muy atenuados, a causa de la inflación y los déficits estructurales, a la porción más castigada y empobrecida de la ciudadanía; ésa que ya no se siente parte de una comunidad política y se abstiene masivamente… cuando no manifiesta su rabia votando a la extrema derecha. En Barcelona, el PSC ganó en los barrios más pobres. Pero fue allí donde se dio la participación más baja y donde Vox empieza a granjearse simpatías. En segundo lugar, la emotividad está a flor de piel en una sociedad que se ha tornado muy individualista, que vive estresada y demanda certezas. Con la ayuda de un potentísimo aparato mediático, “las cañas en libertad” de Isabel Díaz Ayuso conectaron con las ansias por dejar atrás el recuerdo de un angustioso confinamiento. Así se consiguió tapar la gestión catastrófica de la pandemia, mientras la izquierda aparecía sin fuelle y Pablo Iglesias se desgañitaba denunciando al “fascismo” en medio de la incomprensión general. Hoy, la llamada a “derogar el sanchismo” apela de nuevo a la sentimentalidad, tratando de amalgamar todas las desazones y resentimientos. En esa operación de la derecha, jugará un gran papel primordial la potencia irradiadora de la megápolis madrileña. (Tarde o temprano, so pena de grave dislocación territorial y política de España, habrá que plantearse la transformación de la capital en un “distrito federal” adscrito al gobierno de la nación). Es, pues, decisivo que la izquierda llegue a transmitir esperanza, esperanza fundada de progreso social, y compromiso con la dignidad maltrecha de quienes con razón se sienten olvidados.
Y, en ese sentido, hay una responsabilidad muy especial que incumbe a la socialdemocracia. El populismo ha hecho mella en toda la izquierda, es cierto. Pero ha tenido un impacto particularmente significativo en la izquierda alternativa. El ciclo de Podemos, que ahora parece agotado, ha estado marcado por el recurso a unos métodos polarizadores que no han llevado a ninguna parte. De hecho, en el actual contexto histórico, esa izquierda difícilmente puede desplegar un programa sustancialmente distinto del proyecto redistributivo y reformista de la socialdemocracia. Dicho sea esto sin menoscabo de las aportaciones críticas, de la intensidad en las medidas transformadoras o de una especial sensibilidad en determinadas materias que pueda encarnar ese espacio; un espacio que probablemente nunca se subsuma en la socialdemocracia, lo que puede hacer de él un saludable acicate. Venimos de años de viajes al social-liberalismo que han sido devastadores para la izquierda europea. Pero la izquierda alternativa de este último período, sobre todo cuando se ha hallado ante responsabilidades de gobierno, ha buscado su identidad diferenciadora en unas batallas culturales de las que sólo se ha beneficiado la derecha. La gestión de Irene Montero, capaz de dinamitar el feminismo al frente del Ministerio de Igualdad, constituye buena prueba de ello. “El programa político de la izquierda radical con propuestas políticas no se concreta mucho más que el desalojar a los gobiernos establecidos, movilizando más a partir de eslóganes que de proyectos de calado que vayan más allá de recoger todo tipo de reivindicaciones sectoriales. Resulta una izquierda arco iris que recela sistemáticamente de planteamientos consensuales, lo cual le permite acusar a los viejos partidos socialdemócratas de ser meras versiones descafeinadas de los intereses dominantes. Se otorga a todo tipo de excluidos el rostro de mártires de la verdad, situándose en un cierto sectarismo. Lo cierto es que, cuando gobiernan, como en el caso español, con Podemos en coalición con el PSOE, más allá de lo identitario que hace referencia al reconocimiento de lo particular como obligación colectiva, sus planteamientos sobre los grandes temas no van mucho más allá de la socialdemocracia histórica, la que existía en Europa antes del Nuevo Laborismo y de Tony Blair”.
Es imperativo que la izquierda vuelva a hablar y a organizar a los oprimidos. Se trata de dar una perspectiva de progreso y emancipación a una clase trabajadora a quien el capitalismo de nuestros días, tan tecnificado como decadente, ha impuesto de modo traumático nuevas configuraciones. La lucha contra las desigualdades sociales debe ser otra vez el eje vertebrador de la izquierda y de la clase a quien pretende representar. “¿Cuánta desigualdad puede soportar la democracia?”, se preguntaba hace ya unos años Joan Herrera, dirigente de ICV. Josep Burgaya nos plantea de modo acuciante ese dilema. En buena medida, las corrientes alternativas se han deslizado del ámbito de la izquierda social al de una izquierda cultural, perdida en un caleidoscopio de identidades. Progresismo de postureo: “Llevar el debate a la cultura de la diversidad provoca que las clases subalternas pierdan conciencia de serlo. Toda emancipación que no tenga un pie en la inequidad material acaba por reforzar a la reacción y al capitalismo actual”. Es necesario reencontrar el rumbo. ¡Ojalá el reagrupamiento de la constelación alternativa bajo la bandera de Sumar, más allá de movilizar a su electorado de cara al 23-J, contribuya a ello! Serán necesarios balances serios y debates en profundidad. No bastará con la pátina laborista de Yolanda Díaz para superar años de influencia de los postulados posmodernos. En general, no será fácil para la izquierda retomar pie en la clase. Hoy, apenas un 5% de la representación parlamentaria progresista corresponde a gente proveniente del mundo obrero. Por otro lado, como apunta Burgaya, “la emancipación del trabajo no es un proceso meramente técnico. Exige conciencia política y una profunda transformación de las expectativas culturales. Los sindicatos no introducen ninguna de las dos cosas, a la vez que defienden los empleos y las condiciones laborales preexistentes”. “Nadie, si no es la izquierda política, concluye, liderará la lucha por la repolitización de la economía y las transformaciones sustanciales que se requieren en las políticas monetarias y fiscales”. Se trata sin duda alguna de una lucha de largo recorrido. El resultado de las próximas elecciones marcará las condiciones en las que habrá que librarla. En España y, en gran medida, en el resto de Europa.
Lluís Rabell
11/06/2023