My country too

Manifestantes en la puerta del Parlament en el aniversario del 1-O /FERRAN NADEU

           El asalto al Capitolio por parte de las escuadras afines a Donald Trump, jaleadas por el propio presidente, no podía por menos que conmocionar a la opinión pública mundial. Las imágenes, a caballo entre lo inquietante y el esperpento, transmiten la angustiosa sensación de una democracia zarandeada y humillada, herida en aquello que, por encima de todo, la hace viable: la adhesión y el reconocimiento en ella por parte de la sociedad. Es cierto, el intento resultó fallido. Finalmente, la validación de los resultados electorales ha tenido lugar. Biden ha sido oficializado como nuevo presidente de los Estados Unidos. Y, en un alarde de cinismo, Trump anuncia un traspaso ordenado del poder. Pero se rozó la tragedia. Los discursos acerca de la fortaleza de la democracia americana sólo sirven para tranquilizar a quienes no se atreven a mirar la realidad cara a cara. Una parte muy importante de la población ha dejado de creer en las instituciones y las normas de convivencia que encarnan esa democracia. “Volveremos”, lanzaron los asaltantes al abandonar la sede de la soberanía nacional. ¿Fanáticos? ¿Elementos de extrema derecha? Sin duda los había, algunos perfectamente reconocibles, exhibiendo incluso banderas supremacistas. Pero setenta y cinco millones de norteamericanos, hombres y mujeres de todas las comunidades étnicas, votaron a Trump en noviembre. Noventa millones le siguen a diario en twitter. Y la mayoría están convencidos de que hubo fraude electoral. Es decir que la magistratura del país, los funcionarios, la representación de los Estados… en suma, todo su entramado institucional habría conspirado para arrebatarle la victoria al legítimo representante de la voluntad popular. El deterioro de la democracia bajo el mandato de Trump se revela ahora en toda su profundidad. El futuro se anuncia cargado de amenazas.

Pero no se trata de un fenómeno americano, sino de la expresión más avanzada de una crisis general de las democracias liberales occidentales. Sus élites, formadas en las últimas décadas de hegemonía neoliberal, no se distinguen por el arrojo. Antes de que cantara el gallo, tras el fracaso del putsch de Washington, aquellos dirigentes cuya acción más netamente se inspiraba en el estilo del magnate americano se han apresurado a negar tres veces a su maestro, esforzándose por sembrar la confusión acerca del populismo que uno y otros practican. La denuncia, sistemática desde el inicio de la legislatura, del carácter “ilegítimo” del gobierno de Pedro Sánchez por parte de la oposición de derechas se inscribe plenamente en la lógica de degradación de las instituciones, al descalificar una mayoría parlamentaria legalmente constituida. Contra un gobierno “felón” – al igual que contra un candidato supuestamente usurpador como Biden – vale todo. Aquí no hemos llegado tan lejos como en Estados Unidos. Pero no será porque los dirigentes de Vox, amigos de algunos espadones herrumbrosos dispuestos a fusilar a veintiséis millones de españoles, no apunten maneras.

Tratando de echar tierra a los ojos, Casado y Abascal querrían establecer una identidad entre el asalto al Capitolio americano y algunas manifestaciones – de los indignados o de Podemos -, convocadas en nuestro país frente a distintas sedes parlamentarias. Pero, mal que les pese, no es lo mismo rodear simbólicamente el Congreso de los Diputados que tomarlo por la fuerza. No es lo mismo una protesta pacífica en la calle que una incursión violenta en el recinto de una institución democrática, tratando de impedir la proclamación oficial del veredicto de las urnas. Los dirigentes del PP aparecen como grandes adalides de la democracia… americana. En España, así se ha visto durante la pandemia, son más dados a la demagogia, a la difusión de bulos, al desgaste sistemático del gobierno, a la deslealtad institucional, a la excitación de los temores de la gente en beneficio propio. En una palabra: a las recetas de Trump. En ese sentido, Díaz Ayuso representa el prototipo mismo de un liderazgo populista. Por no hablar de la extrema derecha, que se expande cabalgando la ola de desafección a la democracia que la crisis del orden global ha desatado en las viejas naciones industriales.

           Pero es sin duda en el “procés” donde encontramos, condensados, todos los elementos de la panoplia populista. Conviene recordarlo ante la proximidad de unas elecciones autonómicas de capital importancia. Aquí también, los líderes nacionalistas compiten en profesiones de fe democráticas ante el bochornoso espectáculo americano, como si ellos mismos no hubiesen incurrido – a su modesta escala – en prácticas similares. El ascenso del independentismo ha contado con la difusión sistemática de mentiras desde los medios de comunicación públicos o afines al poder, que han tenido un papel determinante en la construcción de un imaginario colectivo destinado a confortar los prejuicios y temores de las clases medias, atizando la animadversión hacia una “España que nos roba”. Nada que envidiar al “Roma ladrona” de la Liga Norte o a los bulos antieuropeos de los brexiter. Medio país se ha visto expulsado de una dudosa catalanidad, cada vez más definida en base a rasgos étnico-culturales, y cincelada por la adhesión al proyecto secesionista. En esa dinámica han participado, disputándose sin tregua la hegemonía del independentismo y alternando los papeles de “polo radical” y “fuerza pragmática”, ERC y los vástagos de la vieja Convergencia.

Invocando un mandato supremo del que sólo las fuerzas nacionalistas eran acreedoras, los días 6 y 7 de septiembre de 2017, la mayoría independentista abolió el ordenamiento jurídico vigente, pisoteó el derecho de representación de la oposición… y abrazó el proyecto de una República de cuyos rasgos autoritarios no renegaría ningún líder populista mundial. Daniel Innerarity nos advierte sobre la tentación de llamar “golpe de Estado” a cualquier acto antidemocrático. Sin duda aquello no fue un “golpe”, en la acepción comúnmente aceptada del término. Mucho más se acercaron aquellas jornadas al “levantamiento institucional” evocado por el magistrado Pasquau Liaño, que asociaba esa disrupción de la democracia a una acción multitudinaria en la calle, pretendida manifestación genuina de la voluntad del pueblo por encima de su expresión reglada en el parlamento. Eso fue esencialmente el referéndum del 1 de octubre: la movilización de una parte de la sociedad a través de una convocatoria carente de cualquier legitimidad y garantía. La brutalidad policial en los colegios electorales no hizo sino teñir de épica la jornada, llevando a su punto álgido la emotividad desbordada y la polarización de que se nutre todo populismo.

Las imágenes de Washington traen a la memoria el recuerdo del primer aniversario del 1-O, cuando un grupo de manifestantes, caldeados por los llamamientos del propio president Torra con su célebre, “apreteu, apreteu”, trató de forzar las puertas del Parlament, defendido por una exigua dotación policial. Tras el bochorno del Capitolio, ha habido que borrar muchos twitt celebrando las ocurrencias de un Trump que algunos soñaban como aliado y mentor de la República Catalana. Algunos de los responsables que ahora pretenden enarbolar  un perfil moderado quizás querrían también borrar de las hemerotecas sus llamamientos a participar en acciones tan aventureras como la ocupación del aeropuerto del Prat. En la respuesta a la sentencia del Tribunal Supremo que condenaba a severas penas de prisión a los dirigentes independentistas se estuvo jugando con fuego. Por supuesto, los CDR no son los Proud Boys, ni las milicias armadas hasta los dientes. Pero la función crea el órgano. Y la extrema derecha independentista, no menos xenófoba y supremacista, aún muy minoritaria, no ha cesado de ganar sin embargo peso e influencia al calor del discurso radicalizado de Puigdemont. La número dos de su lista es firmante de un manifiesto que tilda de colonos a los trabajadores castellanoparlantes, emigrados a Catalunya en tiempos de la dictadura. Y el número tres está convencido de que Cristóbal Colón, Leonardo da Vinci, Cervantes y Santa Teresa de Ávila eran catalanes de pura cepa. ¡Para que nos riamos de los personajes que hemos visto en el Capitolio ataviados con pieles y cuernos de bisonte!  La advertencia americana no debería caer en saco roto. El populismo tiene peligrosas derivadas. Proponiendo un cambio de rumbo a partir del 14-F, las izquierdas han de ser taxativas al respecto.

Lluís Rabell

8/01/2021

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